En una visita del pintor Carlos Cruz-Diez al Ateneo de Valera, se improvisó una tertulia donde el maestro del arte cinético comentaba que sentía que Venezuela era como un carro con las ruedas cuadradas, pues costaba mucho que avanzara un poco, para volverse a detener o incluso cuando estaba a punto de adelantar, irse hacia atrás.

Venezuela en el fondo es la misma desde hace muchos años, con la excepción de los 30 años de democracia. Un largo camino lleno de esperanzas desbaratadas, sea por los propios líderes, por sus subalternos, y con un pueblo acostumbrado desde los tiempos iniciales a vivir pendiente o dependiente del gobierno. Las expectativas de los dirigentes y sus dirigidos ha sido mayormente las de encontrar “El Dorado”, sea este ganar el saqueo en la colección de montoneras que hemos tenido en la historia, sea la lotería de una elección a un cargo público, sea el arrimarse a algún contrato oficial o a sus influencias. Casi todo ha sido acercarse a las mieles del poder y sus posibilidades de enriquecerse sin el mérito del trabajo honrado. Venezuela, en términos generales, ha sido la tierra donde naufragan los sueños, cuando estos requieren de la virtud.

Proyectos de progreso han existido, incluso han tenido éxito en determinadas épocas y algunos lugares, señales emergentes de que es factible otro camino, pero no han prevalecido, dada la enfermedad raizal venida por diversas vías y señaladas hasta la saciedad por los grandes pensadores que sí hemos tenido, como el trujillano-zuliano Miguel Ángel Campos en sus contundentes ensayos, en uno de los cuales, La fe de los traidores,  afirma: “Famélico u opulento, digno o indigno, dirigido por macheteros o doctores, sindicalistas o intelectuales, en trance de graves negociaciones o mostrándose ‘práctico’, el Estado parece ser la única constante en la estructuración de la nación. Aplastada por las permanentes urgencias de aquel, la cultura social deviene en masa inmóvil, todo lo que evolucione fuera del escenario de los intereses estatales se obliga a hacerse su propia biografía, a marcar huella en un desierto barrido por el viento”.

En Venezuela han existido y existen muchas buenas personas, hombres y mujeres que han descollado por sus méritos, sus obras y virtudes. Gente visionaria que alumbraron el camino y lo recorrieron, pero quedaron como testimonios de senderos interrumpidos, sin continuidad. Aquí apelo al ejemplo del Dr. José Gregorio Hernández, el personaje más querido por los venezolanos, en todos los tiempos y en todos los lugares. Querido porque es “el Médico de los Pobres”, no porque se fajó como los buenos a cultivar sus talentos, a trabajar sin descanso, a formarse para con una espiritualidad ejemplar entregarse a sanar vidas y a tratar de salvar almas. Querido, pero no conocido. Es más fácil pedirle que imitarle.

Las instituciones fundamentales de la nación son frágiles, como para que puedan sostener un proyecto nacional serio y perdurable. Empezando por la célula básica de una sociedad: la familia, siguiendo con la comunidad y el municipio, el Estado y la justicia. El déficit de lo que ahora se llama “capital social” es enorme. La confianza no existe.

¿Qué hacer? He aquí una pregunta poderosa.

Ítalo Calvino en Las ciudades invisibles, cuando Marco Polo le describe la ciudad infierno al Gran Khan, dice que hay dos maneras de no sufrirla: “La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.

Es una alternativa parecida a la propuesta de Margaret Wheatley, que consiste en trabajar cotidianamente en la creación de lo que define como “islas de cordura” que son lugares donde el espíritu humano emerge en reflexiones, conversaciones y acciones concretas, con liderazgos comprometidos con el bien común y el respeto a la dignidad de la persona humana. «Guerreros para el espíritu humano» los llama la autora a estos líderes que asumen estos procesos de transformación local, que deben estar conectados con otros líderes y otras comunidades que desean y luchan por vivir con dignidad.

Estas “islas de cordura” pueden ser territoriales o institucionales; pueden ser un barrio, un condominio, una aldea, una cuadra de una ciudad o cualquier lugar, o una familia o una organización sea cultural, educativa, empresarial, política, religiosa o de cualquier naturaleza. Solo se necesita que un grupo de personas se pongan a conversar y a actuar.

Comencemos el año 2023 poniendo la esperanza en estas muestras emergentes y en estas alternativas de la Venezuela Posible.

 


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