Es muy amplio el significado de la palabra corrupción. Todo lo que se sale de su normal funcionamiento, todo lo que abandona su forma correcta de ser, para convertirse en algo contrario y dañino a su esencia, es corrupción. La muerte y la descomposición de la materia orgánica es corrupción. Cometer delitos que afectan el bienestar de los demás es corrupción. Asumir un cargo público para satisfacer intereses personales y no atender al interés general es un tipo muy común de corrupción. Se le denomina corrupción administrativa. Consiste en apropiarse de los recursos y de los bienes públicos, pero también en malbaratarlos, darlos a otros sin compensación, en abandonarlos y dejarlos perder y deteriorar por indiferencia, indolencia o ineficiencia. No estar capacitado para desempeñar eficientemente un cargo público de importancia y aceptarlo por razones personales o para cumplir un compromiso político es también corrupción, y de la más grande, por los inmensos daños que se causa a la colectividad. Esta última es tan frecuente y tan poco repudiada que resulta, a la postre, la peor de todas. De ella tenemos los venezolanos un largo historial.

En Venezuela la corrupción administrativa en todas sus modalidades ha sido siempre considerable. No ha habido gobierno que no haya sido afectado por ella. Pero existen grados en esa materia. De menor a mayor, de grande a muy grande y de imponente a exorbitante. Los regímenes dictatoriales que hemos tenido, que son la mayoría, la han padecido en alto grado. En el siglo XX, el gomecismo y el perezjimenismo la practicaron en forma abierta, en mucho mayor escala que en la mal llamada “cuarta república” de los partidos Acción Democrática y Copei (1958-1998). Pero donde se desbordó, superando todo límite, fue en la que sería, de acuerdo con la nomenclatura chavista, la “quinta república”, es decir, la suya.

Esta última es, con holgura, la de mayor corrupción en nuestra historia, en todos los órdenes señalados anteriormente. La suma de lo robado, mal gastado, defraudado, arruinado, abandonado y dado sin retribución es fabulosa. No podremos saber, ni hoy ni nunca, la verdadera cuantía de todo ello. La destrucción de la industria petrolera y de las otras industrias básicas, la pérdida de fábricas, fincas agrícolas y pecuarias y de empresas privadas expropiadas, no pagadas, quebradas y abandonadas, es incalculable. Los dineros extraídos de Pdvsa, desde que ella dejó de ser una empresa modelo para convertirse en una entidad “roja rojita” con Rafael Ramírez y el presidente Chávez, que circulan por los principales mercados financieros del mundo, son de una dimensión oceánica.

Toda esa corrupción acumulada representa, en términos de oportunidades y recursos humanos y materiales perdidos a lo largo de la administración chavista, todo un país, toda una Venezuela posible que se disipó, derrochó y defraudó, la cual solo podemos imaginar medianamente dadas sus dimensiones. Esta experiencia nuestra, que bate todos los récords, pasará a la historia como un caso especial de estudio para los economistas, sociólogos, historiadores, politólogos y pensadores del futuro.

Considerando lo dicho anteriormente, todo este último bullicio que estremece los medios de comunicación venezolanos en relación con la campaña oficial de lucha contra la corrupción, no nos impresiona para nada. En el año 2016 Jorge Giordani, colaborador de Chávez durante todo su período de gobierno (1999-2013), como ministro del Poder Popular para la Planificación, denunció (BBC News, 20/05/2021) que aproximadamente 300.000 millones de dólares gastados no tenían ningún respaldo en las cuentas nacionales. No fue esta la única denuncia. De fuentes internas y externas se hicieron muchas otras con señalamiento de nombres, cantidades desfalcadas y propiedades adquiridas en diversos países del mundo y nada se hizo al respecto.

No es que sea malo ni criticable que hoy se haga algo contra la corrupción, sino que tal campaña, que no sabemos a qué motivos reales obedece en este momento, debió hacerse mucho antes. Eso por una parte, pero por lo demás, los dineros desfalcados cuyos montos se mencionan en esta arremetida anticorrupción, comparados con el total de lo escamoteado a lo largo de todo el proceso de la “revolución bolivariana”, resultan “pelillos a la mar” en el sentido de que representan una ínfima parte del conjunto de las pérdidas de la nación.


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