La premisa que nos sugiere que ningún proceso histórico termina por concluir de modo definitivo está ocurriendo ante nuestros ojos: la Unión Soviética, creada por Vladimir Lenin en noviembre de 1922 y disuelta oficialmente en 1991 por Mijail Gorbachov, está de vuelta, con una ferocidad semejante a la ejecutada por los bolcheviques en 1917, cuando impusieron a sangre y fuego el comunismo en Rusia y, a continuación, en otros varios países limítrofes y en Europa. Dato crucial: se trataba de un Estado Federal que, según su propia cartilla, tenía como ideología el marxismo-leninismo.

Cuando la crisis derrumbó aquel mundo siniestro ―la disolución tuvo como resultado el establecimiento de 15 repúblicas independientes: Estonia, Letonia, Lituania, Bielorrusia, Moldavia, Ucrania, Georgia, Armenia, Azerbaiyán, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán, Uzbekistán y la propia Rusia―, las celebraciones se multiplicaron en el planeta. En 1989 había caído el Muro de Berlín, por lo que entonces, este segundo hecho, precedido de protestas y manifestaciones en estos países y en otros, fue interpretado como una evidencia más del fin definitivo del comunismo en Europa. Y no era una presunción descabellada como se pretende ahora, puesto que el rotundo fracaso del comunismo ―su larga estela de asesinatos y violaciones de los derechos humanos;  la destrucción de las economías; el empobrecimiento masivo de la sociedad; el atraso generalizado que se produjo en todos los ámbitos de la vida pública; el agotamiento de las energías políticas  e institucionales para continuar rivalizando con Estados Unidos―, no autorizaban a creer que los comunistas podrían mantenerse y mantener un control férreo de los ciudadanos.

Pero, y este es el meollo de la cuestión, el Partido Comunista continuó allí; los servicios de inteligencia y las agencias dedicadas a la represión continuaron allí; los jerarcas militares que habían ascendido al control de las fuerzas armadas con el apoyo del aparato partidista continuaron allí; las redes de burócratas, repartidas por la inmensidad del territorio, principales beneficiarios de la corrupción y las prebendas del régimen continuaron allí; y, a diferencia de todas las fuerzas que pugnaban por el cambio, por una vida en democracia y por una visión que apuntara a un futuro distinto, los que miraban al pasado, los dolientes del comunismo y de los modos estalinistas de sometimiento de la sociedad, estaban organizados, estructurados en redes y correas de transmisión, que no habían dejado de funcionar, ni siquiera en los primeros meses del mandato de Gorbachov, cuando su popularidad era inmensa y cuando parecía que la gran mayoría de la nación rusa había decidido superar una larga era de padecimientos y ausencia de libertades. De toda esa masa, oscura, multiforme y retrógrada, de sus entrañas surgió ese demonio del siglo XXI que es Vladimir Putin.

Desde que se hizo con el poder en 1999, Putin dirige una política interna destinada a liquidar las libertades y consolidar la armazón que haga posible un regreso duradero del totalitarismo. El expediente acumulado no admite dudas: ha arrasado con la oposición (apresándola o asesinándola haciendo uso de los más diversos métodos) y con los medios de comunicación, ha cambiado las leyes para mantenerse en el poder de forma indefinida, ha colonizado las instituciones ―incluyendo a la institución que es responsable de los procesos electorales―, ha militarizado los espacios públicos, ha convertido en enemigos del Estado a aquellos que se oponen a sus políticas, como si él fuera la encarnación de ellas. Como ha dicho el líder opositor Alekséi Navalni: Putin asume a cada ciudadano que se le opone como un enemigo personal y diseña un plan para perseguirlo y acabarlo.

Y esto es solo parte de la cuestión. El otro gran elemento es que el de Putin es un proyecto imperial que ha comenzado a expandirse, haciendo uso de una despreciable estrategia destinada a estimular los odios nacionalistas y regionalistas: financiar y apoyar grupos separatistas prorrusos, que justifiquen invasiones, ataques militares, desestabilización y más.

El lector debe entender que la invasión de Ucrania no es un hecho aislado, sino que tiene precedentes, como el de Crimea, y tiene un proyecto por delante, que es el de recuperar las repúblicas que formaban parte de la Unión Soviética. Las proyecciones de ese objetivo son catastróficas: anuncian una mortandad descontrolada, como ya está ocurriendo en Ucrania. Historiadores y expertos en las culturas eslavas son enfáticos al respecto: Ucrania nunca será parte de Rusia, aun cuando sea sometida y sean asesinados cientos de miles de sus habitantes. Su objetivo no es otro que hacer crecer las dimensiones de esta segunda edición de la Unión Soviética, al costo que sea. Incluso pasando por encima del rechazo de 90% de los ucranianos.

¿Y qué Unión Soviética pueden esperar las naciones de Occidente y los ciudadanos demócratas del mundo? ¿Acaso distinta a la monstruosa creación de Lenin y Stalin? No exactamente igual, no podría ser, porque nuestros tiempos son otros, aunque en su fondo, en su amoralidad e indecencia sustantiva, en su personalidad y en sus métodos, en su visión de la realidad y en el modo de usar a las personas, igualmente terrorífica, criminal, corrupta a niveles indecibles, descarada, inescrupulosa, mercenaria, chantajista, ciega al derecho a la vida, ciega a las libertades individuales, ciega al principio de autodeterminación de las sociedades, ciega al principio de soberanía de las naciones, capaz de hacer cosas que no podríamos imaginar ni en nuestras peores pesadillas.


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