Hace tres años Pedro Sánchez sufrió una derrota terrible, un arrinconamiento que parecía devastador. Hasta tuvo que renunciar a su acta de diputado porque los dirigentes del PSOE no lo querían en el vecindario de sus escaños, y porque la opinión pública estaba de fiesta por el declive de su estrella personal. Hoy, después de arduas batallas en el interior de su partido hasta llegar a la Secretaría General; de desplazar de la presidencia del gobierno de España con un voto de censura al líder del PP, Mariano Rajoy; y de ejercer funciones transitorias en el palacio de La Moncloa durante un lapso distinguido por la inestabilidad y por el crecimiento generalizado de las polémicas políticas, especialmente por los debates provocados por la crisis de Cataluña, ha logrado su objetivo de ser investido por las Cortes como cabeza legítima del sistema y de jurar su cargo ante el rey.

Mediante un trabajo de filigrana y después de fracasar en dos procesos electorales que no le permitieron dominar el Congreso por la disminución de votos que sufrió su organización, ahora se estrena como presidente con todas las de la ley.

Debió ensayar diversas estrategias y probar tratos diferentes que en principio no condujeron a nada que no fuera aumentar la incertidumbre sobre el rumbo de la administración pública, pero terminó con el dardo colocado en el centro de la diana. Dudó en la selección de su aliado principal, Unidas Podemos, y de su líder, Pablo Iglesias; pero terminó invitándolo a la intimidad de la alcoba después de haber jurado que jamás yacerían en el mismo lecho. Después se acercó al interior de la crisis catalana, un tremedal que nadie orientado por la cordura quería visitar, hasta la suscripción de un acuerdo  efímero que le permitiera hacer el primer vuelo interoceánico. Por último, nadó en las turbulencias del resto de los nacionalismos para hacerse de su neutralidad, o para cerrar negocios dominados por el interés comarcal que terminaron llevándolo a puerto bueno y seguro.

Pero todo sin faltar a la ley, hilando fino, valiéndose de la escalera del sistema sin ofrecer motivos a sus adversarios para que lo dejaran en la planta baja. Si consideramos que los partidos de la otra orilla -PP, Vox y Ciudadanos– no solo se dedicaron a su detracción como si se tratara de evitar con su ascenso la cercanía de un apocalipsis, o lo más parecido a la desaparición de la patria; sino también a la pesca de sus pecados y a inflar las intenciones subversivas que jamás tuvo, estamos ante un periplo que merece universal reconocimiento. Si la política es un arte, tiene en Pedro Sánchez un maestro excepcional. Aun cuando ha ganado la presidencia por dos votos, o precisamente por eso. Si el éxito en la búsqueda del poder depende de una praxis que procura o crea ocasiones oportunas, aunque sobren los dedos de una mano para contarlas, puede mostrar a Pedro Sánchez como indiscutible testimonio.

Conviene afirmar ahora que, para lograr la personal proeza, Sánchez contó con las garantías del sistema político en el cual se formó, con seguridades  institucionales y con observaciones colectivas que evitaron la realización de una aventura irresponsable, o  de una parodia. Mirar desde Venezuela su peripecia conduce a echar en falta a luchadores de su talla metidos en una escena que favorece lo que haga para su provecho, y ojalá que también para beneficio del bien común. Parece que nos falta mucho para poner en el centro de nuestra vida a ese tipo de luchadores, y al conjunto de los elementos que permitan su elevación.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!