Pedro Cunill Grau

Subíamos por la carretera de Escuque a El Boquerón, en medio de tupidos cafetales, para ver el “mene” o lugar donde brota el “colombio”, una especie de aceite bituminoso que los lugareños recogen en pimpinas, y lo venden para muy diversos usos, desde untarse en los pies o en el pecho para curarse el catarro, poner en mecheritos para alumbrarse, curar madera y hasta sanar las mataduras de las mulas.

Los mejores años de Trujillo fueron los primeros 120, desde su fundación por aquí cerca, hasta la desolación causada por el pirata francés Francisco Grammont de la Mothe en 1678, quien también paso por aquí. Y luego la otra etapa de prosperidad fueron los otros 120 años, desde que se sembraron estos cafetales hasta la irrupción petrolera de 1920. También por aquí cerca se establecieron unos alemanes, los dos hermanos Kohleman, que cambiaron su apellido a Colmenter, que son los antepasados de otro geógrafo eminente: Antonio Luis Cárdenas Colmenter.

Así discurría la conversación, entre la bendición que fue el café para Trujillo, como la maldición que fue el petróleo. De repente Pedro Cunill, que estaba sentado a mi derecha, me dice:

—¿Por qué sitio vamos?

—Por Quevedo -le respondo.

Por aquí -me comenta- debió estar el templo de la diosa Ikake, la de la fecundidad, que los cuicas adoraban y ofrendaban con conchas marinas, señal que se comunicaban con los caribes del litoral. Por aquí mismo debió haber sido la primera fundación de Trujillo.

Y nos fuimos un rato por las raíces indígenas e hispanas que forman parte de la mixtura que es la población venezolana.

El Boquerón es un hermoso pueblito en la vertiente occidental de la parte más norteña de la Sierra de La Culata, a sus espaldas y a los costados las murallas andinas, al frente se abre el paisaje a la planicie del Sur del Lago de Maracaibo, todo en medio de una tupida vegetación de bosque húmedo. Allí en una pulpería nos obsequian un café recién colado.

Con dos envases llenos de “colombio”, regresamos buscando el otro “mene” en el cerro El Conquistado, muy cerca del abra de Agua Viva, justo donde termina la sierra de La Culata, para luego pasar por las aguas termales de El Baño de Motatán y rematar en el poblado de Isnotú a rendir homenaje al Dr. José Gregorio Hernández, uno de esos frutos que trajo la migración interna por causa de las guerras intestinas, pues su padre Benigno y su madre Josefa Antonia llegaron hasta aquí huyendo de la Guerra Federal que asolaba los altos llanos occidentales.

Al otro día en la tarde se casaba el amigo Frank Viloria con su novia Yoleida, en su impresionante casa en el valle del Momboy. El ilustre y apreciado amigo Pedro no estaba invitado y tenía cierta pena de asistir, pues supo que era un tanto íntima, pero no soportó nuestra insistencia. La sorpresa fue que se consiguió con muy buenos conocidos, entre los cuales estaba Eladio Muchacho, editor del Diario de los Andes; Miguel Henrique Otero y Simón Alberto Consalvi; Igor Viloria, hermano de Frank; los integrantes de Serenata Guayanesa, Cecilia Todd y otros amigos.

Entramos a la boda en la capilla de la residencia, y luego salimos a la fiesta en los jardines, donde Pedro Cunill desplegó su alegría, su sabiduría y su simpatía, en la grata conversación, todo lo que, sumado a las atenciones de los anfitriones, la calidad de las bebidas y comidas, más la música que se alargó en la fresca tarde y la fría noche, se tornó en una experiencia inolvidable.

Pedro Cunill Grau amaba a Venezuela porque la conoció íntimamente, la estudió y detalló, la documentó y la soñó como un país de bienestar y de decencia, resguardo de la enorme biodiversidad que investigó con pasión. Y la enseñó en las aulas, en los textos, en las entrevistas y en las conversaciones.

Hace unos días se nos fue de su vida terrenal y lo extrañamos, como lo extrañan sus numerosos discípulos y amigos que hoy lo lloramos como un maestro excepcional.


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