Cada cierto tiempo aparece en los medios, y ahora en las redes sociales, un análisis, una reflexión, que atribuye todos los males del país, acrecentados en estos veintiún años, a la Constitución de 1999, y más específicamente a la para algunos aciaga sentencia que en el mes de enero de dicho año autorizó la convocatoria de un referéndum, en el cual se consultaría al pueblo si estaba o no de acuerdo con abrir el cauce a una asamblea nacional constituyente. Aunque en principio podría pensarse lo contrario, dado que el paso del tiempo atempera las pasiones, lo cierto es que, cual llaga abierta, mentes tenidas con razón como inteligentes se llenan de pasión para recordarnos de tanto en tanto esa suerte de pecado original, de estigma tatuado en su humanidad que cargan los magistrados y magistradas de la para entonces Corte Suprema de Justicia, por rubricar con su firma la controvertida decisión.

Mi opinión es que se ha sido injusto con tal aseveración. Primeramente, invocar la voluntad popular para que decida su destino político es un argumento muy fuerte que se sostiene en la mejor tradición democrática de nuestra cultura occidental. Se puede discutir el modo, pero nunca el objetivo: hacer reposar en el cuerpo de los ciudadanos la fundamental decisión de sentar las bases del contrato social. En su momento lo estampó en palabras señeras Rousseau, hoy consenso unánime del constitucionalismo: “El pueblo sometido a las leyes debe ser el autor de las mismas; solo a los que se asocian corresponde reglamentar las condiciones de la sociedad”. Un segundo argumento a favor de los magistrados está en que su decisión, y las que la siguieron consecutivamente, no abjuraron de la Constitución vigente desde 1961, que solo perdería su vigor con la aprobación de la nueva carta magna, es decir, nunca abrió la Corte el camino hacia una constituyente originaria, sino a una constituyente limitada a la redacción del nuevo texto fundamental. Sería la asamblea nacional constituyente que, una vez instalada, asumió ser originaria, subordinando  a sus dictados, no suprimiendo, el texto de 1961. Efectivamente, desde ese momento la Constitución de 1961 pasó a ser una Constitución “moribunda”.

En resumen, una pesada losa de incomprensión arrostra cada cierto tiempo la debatida sentencia del alto tribunal. El tal “pecado original” sigue haciendo de las suyas, pese al paso del tiempo e independientemente de la actitud rabiosa y desconsiderada del régimen actual, que no dudo en calificar como un régimen tanto inconstitucional como anticonstitucional. Esto lo sostengo pues, un ejemplo histórico nada frecuente en la historia del constitucionalismo, nuestra Ley Superior tiene una legitimidad reforzada, al ser aprobada por los sufragantes el 15 de diciembre de 1999, y ratificada nuevamente por el pueblo en el referéndum constitucional del 2 de diciembre del año 2007.

El centro del combate político pasa necesariamente por el fortalecimiento de la Constitución de 1999, al ser una Constitución de una legitimidad democrática indiscutible. La estrategia política inteligente tiene su baluarte en la defensa de la  Constitución, y su bandera  en el artículo 333, dado  su propósito de restablecimiento de su vigencia. Los sicofantes de la tesis del pecado original deberían meditar mejor sus argumentos, pues lo que está en juego no es poca cosa: la superación del odio, el perdón, la reconciliación de nuestro pueblo, todo lo cual tiene su asidero y fortaleza en los principios y valores de la Constitución de 1999.


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