Como pasa con la mayoría de las rebeliones populares, en las recientes protestas escenificadas en Cuba pueden auscultarse un cúmulo de factores, algunos coyunturales y otros estructurales. Es cierto, por ejemplo, que los problemas y carencias desatadas por la pandemia han aportado su granito de arena, pero solo adquieren relevancia si los leemos como un elemento circunstancial que se agrega a las carencias sociales y económicas que padece la isla en los últimos tres o cuatro años (coincidiendo, ¡qué casualidad!, con la dramática reducción del “subsidio” venezolano). Es notoria, en efecto, la agudización de la crisis de los hospitales y de los servicios públicos en general (agua, gas, gasolina, etc.), que han hecho más escabrosos los padecimientos y restricciones que de por sí vive el pueblo cubano por décadas.

A decir verdad, las protestas se venían intensificando en Cuba desde hace varios meses, y lo que sucedió el domingo 11 de julio fue solo fue una explosión insólitamente simultánea – facilitada, sin duda, por el internet y las redes sociales- en casi todo el territorio de la isla, algo que no había ocurrido jamás en 60 años de revolución. Pero, además de ser una rebelión 2.0, rasgo que comparte con la mayoría de las rebeliones ocurridas en países autoritarios desde los tiempos de la primavera árabe, hay un elemento que le da un carácter singular y podríamos decir que único: el determinante papel jugado por las organizaciones culturales y artísticas de la isla, visibilizadas  partir de 2018 en el Movimiento de San Isidro, un compendio de cantantes, artistas plásticos, poetas e intelectuales que han realizado actividades notorias de rechazo a la censura comunista, y le han dado una potente voz a la creciente disidencia cubana y a los manifestantes antigubernamentales en general.

A ese movimiento pertenecen los autores de la canción «Patria y vida», convertido en el himno de quienes desean un cambio en la isla y fuera de ella. En esa canción se pone de manifiesto claramente, con sus ribetes poéticos y simbólicos, que las actuales luchas en Cuba no solo son por carestías sociales y económicas sino también por la libertad: “No más mentiras/Mi pueblo pide libertad, no más doctrinas/Ya no gritemos patria o muerte sino patria y vida/Y empezar a construir lo que soñamos/Lo que destruyeron con sus manos”.  No se deja de ser revelador que la música, metida desde siempre en el ADN cubano, le esté dando fuerza, forma y contenido al discurso contragehegemónico (en los términos concebidos por Gramsci) de la sociedad cubana. desenmascarando el discurso falaz y gastado de la revolución, multiplicando así las acciones que vienen realizando voces solitarias y grupales, como las de Yoani Sánchez, Guillermo Fariñas y José Daniel Ferrer con Unpacu.

Lo cierto es que la rebelión de julio ha puesto por primera vez en el tapete la posibilidad de un cambio político después de seis décadas de dominio cerrado y casi inexpugnable de los Castro y sus obsecuentes y cómplices comandantes. La experiencia muestra que los regímenes totalitarios solo caen por implosión interna de sus élites (caso de la URSS) o por intervención de eventos externos -principalmente la guerra-, casos de la Italia y la Alemania fascistas. Y no deja de llamar la atención que la Cuba comunista se aproxima al tiempo que duró el imperio soviético -70 años- cuya caída generó, justamente, la primera crisis cubiche, la del período especial de los noventa.

Pero hay distinciones que hacer en este punto, pues si bien ambos regímenes comparten la misma forma de gobierno y las mismos métodos de control político y social, (que Cuba copió casi por completo de su madre patria bolchevique, incluyendo esas milicias paramilitares que hemos visto en videos golpeando y secuestrando a los manifestantes) no desarrollaron un mismo tipo de socialismo, al menos en lo que respecta a la parte económica: mientras la URSS fue un socialismo productivo, como se puede verificar en las impresionantes cifras de desarrollo industrial que tuvo, que la llevó a equipararse en varios rubros con las potencias capitalistas en apenas dos décadas, y a competir con Estados Unidos por la hegemonía mundial después de las 2da guerra mundial, Cuba, en cambio, ha sido un tipo de socialismo que puede calificarse de no productivo o sencillamente parasitario, como puede comprobarse en el impresionante declive de la economía cubana en la mayoría de los rubros desde los sesenta, incluyendo la emblemática caña de azúcar (en vez propiciar el desarrollo de las fuerzas productivas, como predicaba Marx,  su modelo se aproxima más bien a las formas económicas precapitalistas, con la singularidad de tener un solo señor patrimonial, en este caso, los Castro y la élite socialista cubana).

El socialismo productivo de la URSS fue, como se demostró a la postre, muy forzado y artificioso: al negar y condenar las fuerzas del mercado solo pudo ser competitivo gracias a que se sirvió de la mano de obra esclava, como han demostrado los estudios sobre el papel jugado por los campos de concentración, y como saben quienes han estudiado su legislación laboral y las formas de control de los trabajadores. Una economía que no conocía del estímulo personal, la libre creatividad y la innovación, estaba condenada a fracasar frente al enorme empuje de las economías capitalistas.

De cualquier forma, el Estado parasitario cubano logró mantenerse a flote sus primeros treinta años gracias a los subsidios de la URSS, y desde los 2000 gracias a la renta petrolera venezolana. En todo ese tiempo solo hicieron unas tímidas medidas de apertura económica, creando la figura de los cuentapropistas, a los cuales se han encargado de hacerles la vida imposible a cada instante; simultáneamente, en los noventa emprendieron  una hábil ofensiva diplomática que les permitió ser aceptados en las Cumbres Iberoamericanas y mejorar significativamente las relaciones con el continente, aprovechando para vender sus paquetes de servicios médicos y deportivos -mano de obra esclava encubierta- que, junto a las remesas de los exiliados, han sido sus fuentes principales de ingreso desde entonces.

Con la apertura propuesta por Obama a partir de su visita en 2014, tuvieron la oportunidad de montarse -y en condiciones muy favorables- en una política de reformas más amplias, pero, nuevamente, tomaron el camino de las de Villadiego y terminaron burlando los acuerdos, confiados -¿qué duda cabe?-  de la renta venezolana.  Al mismo tiempo, y como es historia conocida, no han dejado de promover -primero con Chávez, y luego con Maduro y aliados como el Foro de Sao Paulo- la desestabilización a lo largo y ancho del continente.

He aquí, sin embargo, que el sempiterno desestabilizador ahora está siendo desestabilizado. Pero no por fuerzas externas, sino por el enorme descontento creado por su disfuncional y fracasado modelo económico y político. Solo queda esperar que el pueblo que ha volteado la mirada hacia los ideales y valores libertarios de «Patria y vida» tenga fe y persistencia en su lucha, y un mayor apoyo y compromiso de la comunidad democrática internacional.

@fidelcanelon


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