Hará cosa de un año publiqué un artículo en esta columna sobre Antonio Pasquali, que acaba de morir. Como siempre, estaba toda su personalísima  impronta allí. Aunque nadie se acuerde me repito un poco en este modestísimo réquiem.

Decía allí que Antonio era el más grande pensador social que habíamos tenido nunca. Que es bastante decir. Quiero precisar que “pensador social” es una manera de decir “científico” social, denominación, que reinaba a mediados del siglo pasado, hoy seguramente inviable. De ese momento estelar –Frankfurt, Lacan, Levy-Strauss, Althusser, Barthès, Foucault, Jacobson…– la obra de Pasquali recoge los más jugosos frutos: la precisión temática, la exhaustividad y la sistematicidad conceptual, el espíritu crítico y la osadía para descifrar la alienante superficie de lo establecido.

Además, como mucho se ha dicho, a él se le debe la primera gran siembra latinoamericana de una disciplina capaz de enfrentar uno de los fenómenos mayores de la contemporaneidad, la teoría de la comunicación de masas. Eso nos hizo en buena parte miembros plenos del planeta intelectual del siglo XX. Eso que nos hizo enterar literalmente a tantos, por ejemplo, de que ese pequeño aparato mágico, la TV, que habitaba desde no ha mucho en nuestras casas no solo servía para que las tías sufrieran con las telenovelas y los carajitos amaran al pájaro loco, sino que sería, por mucho tiempo, uno de los grandes conformadores y deformadores del espíritu de nuestro tiempo, en torno al cual se concentrarían los mayores intereses y apuestas humanas. Su obra, grande y variada, tocó el tema comunicacional en todas sus formas y vertiginosas transformaciones, con un agudeza y una erudición encomiables, que iba de su insólita pasión por la información pertinente, sobre todo por el preciso dato numérico que mataba verbosas argumentaciones, hasta su inmensa cultura, cuyas últimas raíces eran los grandes filósofos griegos que transitó por años como profesor y autor. Tiene un bello Epicuro. Y su pasión, contraria, por no quedarse atrás del futuro alucinante del desarrollo social y tecnológico que nos arrastra, que lo llevó a escribir hasta un tratado de futurología bastante aterrador, pero donde había también una posibilidad para que el hombre, la única conciencia del universo, fuese un lejano día sicut dei.

La muerte de Antonio ha conmovido el país de manera poco común. Para mí no solo es un amigo de más de medio siglo y de “quatre saisons”, creo que se nos va uno de los espíritus más frondosos, sí, esa es la palabra, que haya conocido. Porque, además de su aporte teórico, quiso poner en práctica su ideario comunicacional, también la democracia que este supone, y mira que hizo vainas para lograrlo, aquí y en un alto cargo de la Unesco, con muy poco éxito concreto, lamentablemente. Lo radioeléctrico nacional siguió siendo tóxico (ahora es nauseabundo), y no la herramienta maravillosa con que construir un pueblo culto. Pero siempre siguió batallando, hasta ese último libro en que aúna la lucha contra la dictadura siniestra que nos rige y el estado de todos los medios que comunican a la especie verdaderamente devastados, del autobús al Internet. Comprometido fue hasta los 90 cumplidos, cosmopolita por excelencia juró quedarse en Venezuela, frente al Ávila, hasta el final de esta hora de chacales que nos toca. Debo decir que en política-política era poco acertado (que no me oiga), aunque eso no importa para un baluarte como él de la libertad, sobre todo de la palabra expandida y compartida.

Y, de resto, su entusiasmo y su generosidad para vivir son proverbiales. Un ejemplo, su mesa de las más elaboradas del país, su cocina era un laboratorio con extraños aparatos cibernéticos y algunas reliquias de pasados siglos. Yo no disfruté demasiado de ese esplendor porque tengo un paladar atrofiado, para su arrechera. Bueno, caballo, no te puedes quejar, viviste mucho y sobre todo viviste muy mucho de lo que se puede y debe vivir, como los colegas griegos deseaban. Adiós.

 


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