Siendo el venezolano un país petrolero de renombre ocurre que no tenemos gasolina, que hay que sacrificar horas en colas que dan la vuelta a la manzana para surtirnos en la bomba o estación. Si hay suerte, cuando nos toca el turno la pagamos en dólares. Hasta 4 dólares el litro en un mercado negro y la recibes en tu casa. ¡La gasolina más cara del mundo!

El hambre ya está llegando a mi casa; la despensa en mi cocina, antes relativamente llena, permanece vacía y mi salud, que se jactaba de ser sana y firme, tambalea agobiada por la falta de proteínas y mi ánimo sucumbe y se entristece cuando se entera del desamparo que castiga a todo el país que se alimenta mal, rebusca en las basuras para encontrar algo de comer o termina muriendo de inanición. Tengo un par de meses sin Internet. Pagué el teléfono y sigo sin llamar. No tengo agua, se me va la luz aunque afortunadamente no se me apaga el entendimiento; me cortaron el dividí; pronto no podré contar con el gas y tendré que buscar leña y regresar al primitivo fogón. Hace tiempo que no me río, que no voy al cine y estoy a punto de sentarme sobre algún escombro de la ciudad y ponerme a llorar.

Escribo una crónica sobre el país que está muerto y algunos lectores creen que quien se está muriendo soy yo. Mi mayor desconsuelo es que no logro explicarme por qué soportamos desde hace más de dos décadas los despropósitos y desventuras de un régimen militar inepto y despiadado y la presencia hostil de un grupo civil abiertamente deshonesto e insaciable, ávido del dinero que producen por igual la minería y el narcotráfico.

Siento que el crimen se ha enseñoreado en el poder político y seguimos sin alcanzar al siglo XXI. Este nuevo siglo, esperanzador en muchos aspectos, tenía que habernos prodigado bonanza y felicidad en lugar de azotes, obstáculos, dificultades burocráticas y carestía de agua, júbilo, gasolina y prolongados apagones en varias ciudades del interior.

El nuevo siglo nos trajo tecnologías, es cierto, pero siempre ajenas, creemos vivir en un país dotado de buenas señales de prosperidad, es decir, de bienes naturales y una tierra de enardecida feracidad. ¡Pero es solo una terrible ilusión! ¡Somos un pobre país pobre en el que las universidades se asfixian todos los días cada vez más.

¿Qué ocurrirá en Alemania o Inglaterra cuando lleguemos nosotros a igualar la extraordinaria situación de avance social y prosperidad que ostentan actualmente? Para entonces, ¡estarán colonizando a Saturno o construyendo florecientes ciudades bajo el mar!

¿Qué escribió Gina Sarraceni en Sueños e imágenes de la modernidad, 1997, el libro colectivo editado por la Fundación Celarg? Escribió: El siglo XIX se configuró como “el advenimiento de lo nuevo”, como una época revolucionaria en la que se producen rupturas y cambios que modifican y transforman la vida del individuo. La confluencia, en un mismo arco temporal, de sucesos -materiales y culturales- con un fuerte poder transformador, da lugar a lo que podía llamarse la epifanía de la modernidad.

Si al miserable retraso político, social y cultural vivido por el país gomecista añadimos los vacilantes años de continuidad democrática compartidos por adecos y copeyanos y sumamos al catastrófico desempeñó del “socialismo bolivariano” la dictadura de Pérez Jiménez solo nos quedará, vuelvo a decirlo, el consuelo de sentarnos sobre los escombros del país y llorar la más amarga tristeza. Encontraremos mayor desaliento aun si recordamos a Bolívar, igualmente desengañado navegando por el Magdalena para morir en Santa Marta abrumado por la inutilidad de haber arado en el mar y sin poder salir del laberinto en el que se encontraba.

Bolívar tuvo mejor suerte que nosotros porque no supo nunca del desorden y caóticas turbulencias que sufrió el país a lo largo del siglo XIX. Para el mundo es el siglo del ferrocarril, de  la luz eléctrica, y de los barcos de vapor. Para los venezolanos, es la depauperación causada por los caudillos, rupturas políticas que en nada nos transformaron, ni siquiera el empeño de Guzmán Blanco por afrancesarnos.

¡Los caudillos no han muerto, siguen vivos! Pero en el siglo XIX eran temibles, muy nerviosos y se levantaban en armas en un dos por tres. Sin mencionar a la Guerra Federal, a la invasiones, rebeliones, montoneras y furiosos arrebatos personales de generales y gente de tropa, basta con enumerar algunas de las Revoluciones que se sucedieron en el siglo XIX venezolano: la llamada Revolución de las Reformas, 1836 enfrentó a Pedro Carujo contra José María Vargas (“¡el mundo es de los valientes…!” “¡No. El mundo es del hombre justo…!»), la Liberal Conservadora, de 1854, se promovió contra José Gregorio Monagas; la de marzo, de 1858 la comandó Julián Castro contra José Tadeo Monagas; la Revolución Azul, de 1868 se alzó contra Juan Crisóstomo Falcón; la de abril, de 1870 la lideró Antonio Guzmán Blanco contra José Ruperto Monagas; la Revolución de Coro, 1875 fue contra Guzmán. Hay más: la Revolución de Queipa, encabezada por el Mocho Hernández contra Ignacio Andrade; la Legalista, de Joaquín Crespo contra Raimundo Andueza Palacio; la Liberal Restauradora, de 1899, encabezada por Cipriano Castro contra Ignacio Andrade, luego la de Antonio Matos contra Cipriano y finalmente, el afrentoso golpe de Gómez contra Cipriano y la no menos odiosa traición perpetrada contra el compadre en 1908. Una siniestra manera de comenzar un nuevo siglo.

¡El siglo XIX resultó escandalosamente violento! Pero el que le siguió nos premió con 27 años de una dictadura perversa jubilosa por mantener una paz de cementerio pero tuvimos que soportar a los adecos, a los copeyanos; a Pérez Jiménez y a Fidel Castro. Pero nada es comparable al nefasto régimen militar que nos impuso Hugo Chávez, secundado por Nicolás Maduro y su pandilla. Un régimen que está enredando los primeros pasos del siglo XXI, es decir, el siglo de los fundamentalistas islámicos, de mis primeros e inútiles noventa años de edad; el triunfo de la cultura del espectáculo y la existencia de un virus que tiene loco al mundo entero.


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