Ilustración: Juan Diego Avendaño

Al concluir una “cumbre” en Belém do Pará (8 y 9 de agosto), los representantes de los países miembros de la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica, en presencia de invitados de fuera, divulgaron un documento –“Unidos por Nuestros Bosques”– que contiene los buenos propósitos que los animan en relación con los problemas que confronta la Amazonía. Ninguna proposición ni mandato concretos para que sus gobiernos (todos) cesen las acciones destructivas que ejecutan o permiten desde hace décadas. Las expectativas creadas por la convocatoria no se cumplieron. El resultado fue un “parto de los montes”: ruido y escándalo, para decepción general.

De pronto, tras más de una década de “hibernación”, los mandatarios de los países firmantes del Tratado de Cooperación Amazónica (3 de julio de 1978) se acordaron de su existencia. No se reunían para hablar de la protección del más importante “pulmón del planeta” desde 2009. Y no lo habían hecho con frecuencia antes: en 1989 y en 1992 (cuando todavía no se había creado una organización permanente). Lo requiere el logro de los objetivos: promover el desarrollo armónico y sustentable del bioma amazónico, preservar el medio ambiente y utilizar racionalmente los recursos naturales. Esa estructura intergubernamental (OTCA) fue establecida (mediante modificación del tratado) en 1995 y la Secretaría Permanente en 2002. La reciente cumbre fue precedida de una reunión en Leticia (julio 2023) entre los presidentes de Brasil y Colombia y de unos diálogos con sectores interesados en los problemas ambientales que ahora llaman la atención de las masas.

La Amazonía tiene una extensión de 6,3 millones de km2 y alberga la mayor cuenca hidrográfica del planeta. En su interior viven cerca de 50 millones de personas, gran parte en condiciones precarias. Es la tierra ancestral de alrededor de 400 pueblos originarios. También es el ambiente natural de 10% de las especies animales conocidas. Cuando a mediados del siglo XX se emprendieron nuevas acciones para su colonización, se quiso evitar la repetición de los errores del pasado, como los de la “fiebre del caucho” (1880 a 1910). Con ese propósito los gobiernos de Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guyana, Perú, Surinam y Venezuela firmaron un tratado de cooperación para promover el desarrollo armónico del área. Los resultados no han sido los esperados, porque entre otras razones la organización creada no ha recibido el apoyo necesario. Intereses poderosos –de empresas importantes o de bandas criminales– y la inestabilidad política lo han impedido.

Durante los últimos tiempos desapareció gran parte de las selvas de la Amazonía, debido al afán desmedido de aprovechamiento de las tierras que cubren o de apropiación de los recursos que contienen. Los causantes olvidaron la necesidad de preservar el medio ambiente y de respetar los derechos y las culturas milenarias de los pueblos originarios que albergan. Para evitarlo, se había incluido en el Tratado de 1978 (sobre cooperación para el desarrollo del área) el compromiso de los países signatarios de hacer uso racional de los recursos. No se le dio cumplimiento. La intervención humana se tradujo en acción depredadora. Especialmente grave ha sido lo ocurrido en Brasil. Desde los años setenta del siglo pasado hasta 2020 se perdieron casi 18% de sus selvas. Esa práctica se intensificó en las 2 últimas décadas: se quemaron 1,8 millones de hectáreas cada año. Poco efecto tuvieron los planes para controlar la destrucción.

La desaparición (por el fuego o las sierras) de los bosques brasileños perjudica no solo a quienes allí habitan, sino a todo el planeta. Contribuye al calentamiento global. Pero, muchos (incluso dirigentes) piensan en los “beneficios” inmediatos que proporciona. Por eso, extrañamente, justifican o toleran el ecocidio. Piensan que el país debe tener como prioridad el desarrollo económico, lo que –como practica el gobierno de China– debe lograrse a cualquier precio. Los daños, dicen, pueden repararse en el futuro. Entre ellos se cuenta Jair Bolsonaro (un “escéptico” del cambio climático). Durante sus primeros tres años de mandato (2019-2021) se deforestaron 34.048 km2; aumentó la extensión de tierras destinadas a la ganadería, y también las actividades madereras y la minería; se descuidó el plan para la prevención y control de la deforestación; y se toleró la invasión de tierras. Por eso, distintos grupos denunciaron su conducta ante la Corte Penal Internacional.

En todos los otros países de la cuenca, se han producido daños de consideración a las áreas boscosas. En muchos casos se justifican en proyectos necesarios para vencer la pobreza. En Bolivia los planes de desarrollo chocan con los principios ambientales que se proclaman (inspirados en la protección de la “Madre Tierra”). Desde comienzos del siglo la superficie cultivada se incrementó enormemente. También la dedicada a la ganadería. Como consecuencia, durante las dos décadas transcurridas se perdieron 3,6 millones de hectáreas de selvas (entre las mayores cifras de deforestación en el mundo). En Perú, donde los bosques amazónicos ocupan 53,1% de la superficie total –sólo en Brasil su extensión es mayor– la disminución, en el mismo lapso, fue de 2,43 millones de hectáreas. Millones de árboles fueron talados para vender la madera en los mercados interno y externo. Pero también para ser dedicados al cultivo y producción de drogas.

Uno de los mayores ecocidios ocurrió en Ecuador a finales del siglo XX. Durante años Chevron-Texaco ocasionó daños en más de 2 millones de hectáreas de la Amazonía por derrames de petróleo y de residuos. Condenada a pagar indemnización de 9,5 millardos de dólares, luego de largo proceso sostenido por las comunidades ante tribunales de Estados Unidos y Ecuador, la empresa acudió al Tribunal Internacional Arbitral de La Haya que falló a su favor (2018). En Colombia el Estado ha reconocido que no ejerce control sobre parte del área amazónica. Un reciente informe de organizaciones internacionales indica que a los acuerdos de paz (2016), siguieron la degradación ambiental y un aumento de la violencia. Hasta 2021 se habían perdido 925.000 hectáreas de bosques. En la región operan guerrilleros, narcotraficantes, organizaciones criminales, ladrones de tierras. Prosperan los cultivos ilícitos y la minería ilegal, abundan las vías clandestinas. Es “autopista de ilegalidad” hacia los vecinos.

Diversas organizaciones (locales o internacionales) han denunciado los daños causados al medio ambiente en las áreas venezolanas de la Amazonía y la Guayana. En la primera, se ha permitido la instalación de aventureros de todo tipo (muchos brasileños, llamados comúnmente garimpeiros), que han despojado de sus tierras ancestrales a los pueblos indígenas que las protegían. Desde antiguo, por sus riquezas y por la lejanía de los centros de poder, atrajo a personajes audaces que pretendieron convertirla en feudos para su beneficio propio, Pero, en épocas más recientes, se han producido verdaderas invasiones de grupos provenientes de Brasil. Han desplazado o sometido a poblaciones de las etnias Yekuana y Yanomami que allí han permanecido por siglos en relación armoniosa con la naturaleza. Los misioneros salesianos, a cargo de un Vicariato Apostólico en la región desde 1922, han solicitado, casi infructuosamente, la intervención del estado para poner remedio a la situación.

En febrero de 2016, Nicolás Maduro declaró al Arco Minero del Orinoco (111.843 km o 12,2% del territorio venezolano) como “Zona de desarrollo estratégico nacional”. Abarca áreas protegidas, como el Parque Nacional Canaima o parte de la Reserva de biosfera del Delta reconocida por la Unesco en 1991. Más grave, la zona, gestionada por la fuerza armada (que permitió la intervención del ELN y disidentes de las FARC), se convirtió en espacio reservado a actividades de extracción intensiva y depredadora (ejecutadas por esos cuerpos armados con métodos precarios, algunos expresamente prohibidos) para aprovechamiento particular. Un ecocidio. Esas condiciones de explotación han sido expuestas por la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales, la Universidad de los Andes  y diversas ONG (como Provea). En 2020 la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos denunció que allí los trabajadores están sometidos a abusos y violencias (con saldo de 149 muertes).

La destrucción (13%) de los bosques de la Amazonía preocupa al mundo. Todavía absorben entre 25% y 30% de los gases de efecto invernadero que producen los seres humanos; pero, ese porcentaje tiende a bajar. Estudios señalan que la parte brasileña emite desde hace una década más COdel que puede transformar. De continuar así, pronto se llegará al punto crítico con consecuencias desastrosas. Poco se hizo en Belém de Pará para evitarlo. Fue una reunión aprovechada para mejorar la imagen de algunos de los responsables del ecocidio. De allí la decepción casi unánime de los defensores de la Tierra.

X: @JesusRondonN  


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