La palabra posverdad se ha puesto de moda desde que el Diccionario de Oxford la ungiera como palabra del año en 2016. Ciertamente es un vocablo nuevo, pero su significado resulta tan antiguo como la filosofía presocrática. Se ha utilizado el término para significar el mecanismo mediante el cual una mentira conforma la opinión pública desde las apelaciones emotivas y contra los hechos objetivos y verificables. Con frecuencia escuchamos a los políticos mentir o desdecirse sin que ello suponga la avalancha de cuestionamientos de otros tiempos.

La posverdad se construye en tanto que opinión emotiva y no en cuanto que conocimiento razonado de los hechos. Para ello precisa de su divulgación masiva. Lo trágico de aquella es que parece ser inmune a las auditorías. Sin importar cuánto se desmonten públicamente las mentiras, los ciudadanos acudirán en medio de un sarampión emocional a depositar su voto sentido. La era de la posverdad solo podía ser posible después del escepticismo cultivado en una ya larga noche de posmodernidad, en la que el cuestionamiento de cualquier autoridad supuso, paradójicamente, la credibilidad automática: puesto que ya no creíamos en nadie, era necesario creer en alguien, fuera quien fuera.

Decíamos que el significado de posverdad es algo viejo. Parménides de Elea ya había planteado el problema hace unos veinticinco siglos. Por entonces, en varios fragmentos de su poema Sobre la naturaleza —que han sobrevivido citados por Platón y Aristóteles, entre otros—, el filósofo eleático hablaba de las vías de indagación del ser: (a) la vía de la opinión (doxa) y (b) la vía de la verdad (aletheia). Algunos filólogos hablan de una tercera vía, la del no ser, pero eso no viene a cuento ahora.

Para Parménides la vía de la opinión es aquella en que la creencia hace posible «que las cosas que no son sean», y ello por fuerza de la apariencia y con el concurso de los sentidos (valga decir, las emociones). La vía de la verdad, por el contrario, es la de lo «que es» en tanto que verdad. Platón retomaría este planteamiento bajo la forma de la antinomia doxa/episteme (esto es, opinión/conocimiento filosófico) en los diálogos Gorgias y Fedro, respectivamente, para referirse a una mala retórica (de la doxa) y a otra retórica buena (de la episteme).

La retórica de la creencia u opinión (doxa) era para Platón la vía de indagación propia de los sofistas y embaucadores, cuyo fundamento no eran los hechos objetivos y razonados, sino la apariencia de verosimilitud que el interés del orador pretendía dar al discurso. Contra ella proponía Platón la retórica de la episteme, fundada en el razonamiento de la verdad.

Podríamos ahondar mucho en el tema pasando revista a la evolución que el planteamiento parmenídeo-platónico tuvo, por ejemplo, en la Edad Media y el Renacimiento, pero baste decir que aquel se extendió incluso hasta el siglo XX cuando Umberto Eco planteó la contraposición entre suasión, una demostración irrefutable, y persuasión, una demostración verosímil. Hoy, no con la misma profundidad filosófica, la cuestión vuelve al estrado de la mano del término posverdad.

Como quiera que se vea, el asunto es de vieja data. La discusión por lo que es de modo irrefutable y aquello otro que no es, pero por manipulación del lenguaje puede parecer que es, resulta el fondo de los actuales debates sobre posverdad. Al hablar de esta en cuanto que mentira emotiva, no queda muy lejos de la concepción parmenídea de la vía de la opinión. Cuando los electores no razonan, sino que sienten, y lo hacen al extremo de pensar que es verdad eso en lo que creen, están deviniendo en víctimas de una antiquísima estrategia retórica, la del animos impellere, según la cual se centraba el esfuerzo persuasivo en conmover mediante emociones (pathos).

¡Cuidado! La retórica no era solo emociones estimuladas: compartía a partes iguales este esfuerzo con el rem docere, esto es, el empeño de convencer mediante razones (logos). En la posverdad todo el afán está puesto únicamente en conmover, en mover irracionalmente los niveles de creencia para hacer verosímil lo falso, y así dotar a la mentira de un disfraz emocional de veracidad.

Quizás convenga recordar que los retóricos hablaban de un tercer elemento que no está en el artífice de la posverdad, el ethos, la autoridad. Este sofisticado dispositivo argumental que engranaba el logos y el pathos requería dela ética del orador para activar el fidem facere, la fidelización. Sin ethos es imposible fidelizar. En la posverdad no existe fidelidad, sino una adhesión temporal que durará lo que tarde el sarampión emocional en remitir. Lástima que los votos y sus consecuencias sí perduren.


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