Advertencia: Este artículo no contiene metamensaje (micro)machista o misógino alguno, y cualquier percepción en ese sentido no solo derivaría de su desatenta lectura sino que resultaría injustificada por varias razones. Una de ellas es que al ser un hombre homosexual siempre me ha repugnado, por elemental principio, todo lo que rezuma «machotería» y es, por tanto, contrario a la hombría —indistintamente de la (sexual) orientación—; otra es que sí me cuento entre los que promueven la auténtica igualdad de género —léase bien, auténtica igualdad de género, no esa suerte de seudofeminismo que no pocas inescrupulosas mujeres enarbolan, por ejemplo, para evadir su responsabilidad por cuestionables acciones; un hilo como el de Ariadna, pero usado por aquellas para extraviar, del que las mujeres y hombres que hemos padecido la Venezuela de las dos últimas décadas tenemos hoy un ovillo—.

Cuando hace poco algo me hizo pensar en una de las más populares historias acerca del mitológico origen de la guerra de Troya, no necesité buscar en mi biblioteca una de las reediciones que conservo de la conocida traducción al español de la Ilíada realizada por Luis Segalá y Estalella para recordar los sustantivos aspectos del breve relato que, sobre esas ficticias causas, intercaló aquel en su introducción de tal obra, pero sobre todo el del episodio de la infame manzana que encierra esa suerte de leitmotiv de la conflictividad.

Dentro de este relato, la boda entre Tetis y el mortal Peleo concertada por Zeus, luego de conocer él la profecía con la que se advertía que el hijo de aquella diosa —por la que ardía en deseos— sería más fuerte que su padre, enmarca la génesis de una rivalidad con enormes repercusiones pero provocada por la pequeñez de la astuta Discordia, quien en venganza por haber sido excluida de la celebración —y con clara conciencia, sin duda, de la magnitud de la tormenta que desataría— se coló sigilosamente al banquete y, desde las sombras que cobijan las peores acciones, dejó rodar hacia uno de los triclinios una apetitosa manzana que llevaba inscrita la frase «Para la más hermosa».

Por supuesto, el destino de este instrumento de la perdición no fue seleccionado al azar, ya que era aquel triclinio el compartido lecho de, nada menos, las vengativas Hera, Atenea y Afrodita, a cuál más temible.

Y cómo no al ser quienes eran: la primera, la implacable diosa madre, la celosa esposa del Omnipotente, la soberbia reina de los cielos que junto con sus hermanos había derrotado a su vil progenitor y al resto de los colosales dioses que los precedieron; la segunda, la verdadera «unigénita», la concebida sin madre en la mente del Padre, la depositaria de todo saber, la iracunda diosa de fuerza sin par; y la última, la cruel manipuladora, la artífice de la seducción, la trastornadora de almas, la portadora de la poderosa arma de la pasión.

Cabe imaginar el estremecimiento experimentado por el infinito cosmos luego de que las tres se inclinaran al mismo tiempo para tomarla. Quizás frases como «¡Sus prendan ante las mías palidecen!» o «¿Quién como yo?» mantuvieron en vilo a unos espectadores que, en sus propios divinos nombres, hacían secretos votos para no ser arrastrados por aquella vorágine de vanidad mientras la Discordia, entre apenas contenidas risas, relamía el ponzoñoso fluido que por tanto placer se escurría a través de las comisuras de sus labios. Y de tal magnitud debió ser la angustia que presto eligió Zeus a un desprevenido juez, el troyano príncipe Paris, para que decidiera a cuál de ellas, por su mayor hermosura, correspondía el codiciado fruto.

La ineptitud al servicio de ruines propósitos en medio de un tinglado astutamente creado para producir un único resultado: la destrucción.

Promesas y presiones no tardaron en sucederse hasta que, como fácil es deducir, fue favorecida Afrodita por el más útil de los tontos, a quien ya había arrebatado irremediablemente el deseo de disfrute del néctar de la mayor belleza mortal que ella le garantizó.

El resto es una «historia» de ruina que resuena desde la Antigüedad y que precipitó el rapto de la desafortunada Helena; el elevado costo de una simple manzana.

Y como tal fruto, así de costosos han resultado y seguirán siendo los antagonismos entre verdaderos opositores al dictatorial régimen anquilosado en Venezuela que este ha provocado por conducto de sus agentes, pero valiéndose sobre todo de los muchos infiltrados que han actuado o actúan bajo el amparo de las inadvertidas sombras a las que se abandonaron valiosos espacios dentro de todos los ámbitos de oposición, desde el académico hasta el político.

Ni falta hace recordar casos como el del hoy angustiado paseante de la romana Via del Corso —el otrora «amigo» que entre rollizas sonrisas engañó a millones— o los de aquellos «abanderados» de la lucha por la democracia devenidos en espurios dialogantes (!), por no mencionar a los «saltatalanqueristas» de fondo, para disipar cualquier duda al respecto, si es que alguna aún existe, por lo que no se justifica que a estas alturas se sigan disputando manzanas arrojadas desde el chavismo en las sombras en vez de promoverse la unión en torno al líder que, indistintamente de si en lo personal gusta o no, ha contribuido, como ningún otro lo hizo en los dos previos decenios, a colocar a la sociedad venezolana en ese recóndito punto en el que se encuentra la entrada del camino a la democracia.

Claro que no implica ello que tengamos todos que querernos, tomarnos de las manos y cantar el Millón de amigos de Roberto Carlos, sino que quienes se mantienen aferrados a sus «factureros», facilitados o no por ese infame grupúsculo, pospongan para el día en el que la nación se haya liberado de sus pesadas cadenas cualquier lid «a muerte» que no estén dispuestos a dejar a un lado, máxime si se cuentan entre los que tienen un enorme ascendiente sobre una sociedad para la que la toma de partido en cuanta fútil contienda surge es siempre una buena excusa —¡y vaya que lo ha sido!— para dar rienda suelta a su idiosincrásica conflictividad pero sin hacer frente al único enemigo del país.

Tampoco implica un incondicional amor por ese coyuntural «líder» sino un pragmático aprovechamiento de las circunstancias que su reciente y —eternamente— meritoria actuación ha creado, porque si del «después» se trata, nadie quedará obligado a elevarlo a los bolivarianos altares de los santos vivos (!) y prosternarse ante él por cumplir con una obligación que olímpicamente otros ignoraron.

Si luego de que —¡dígnense a oír, oh, dioses!— cese la usurpación y se haga la inmediata convocatoria a unas elecciones vedadas para violadores de derechos humanos y sus cómplices, Guaidó decide participar en ellas, el que quiera respaldarlo, que lo haga, y el que no, que se decante por otra opción. Verbigracia, no votaría por él quien les escribe si un candidato con un perfil más adecuado para la conducción de los esfuerzos en los muy difíciles inicios de la reconstrucción se erige en alternativa —aunque si no es este el caso, con su voto contará entonces pese a no considerarlo la persona más idónea para ello—; y ese, precisamente, es el auténtico espíritu de lo que se desea recobrar en Venezuela y por lo que ahora mismo, haciéndose conscientes esfuerzos, se debe tratar de ver más allá de las propias narices.

La generalizada desconfianza en quienes sí son probos y valiosos, y la ciega fe en charlatanes y mercenarios de la más ruin politiquería, son los inicuos frutos del paciente trabajo de aquella Discordia de la contemporaneidad con los que hay que lidiar, y para hacerlo cabe no solo la mencionada posposición de desviadoras rencillas sino una reevaluación de los (pre)juicios generados por la paranoia que tantas manzanas finalmente desataron.

Los agentes en las sombras de esta despechada seguirán actuando en detrimento de la nación incluso después de su muerte, pero el saber en este instante que ahí están sin ser identificables no debe erigirse en la prisión que significa esa especie de estado de permanente sospecha y animadversión entre opositores; una prisión en la que los promotores de su construcción, e impunes autores de inimaginables crímenes, desean ver indefinidamente confinada a la ciudadanía venezolana.

La criticidad del momento exige que, sin tantos miramientos y sin importar las personales diferencias, todos los opositores a la tiranía nos unamos en torno al coyuntural líder y colaboremos para tirar de la soga que aquella nos quiere arrebatar por llevar atada nuestra libertad, aunque de antemano se sepa que de cuando en cuando algún Parra la soltará. De lo contrario, el aprovechamiento de las favorables circunstancias no pasará de otro de esos dulces sueños que acaban despertando en una pesadilla.

@MiguelCardozoM


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