El covid-19 nos ha obligado a “parar el mundo” en estos meses iniciales de 2020; más precisamente: nos ha forzado a detener nuestro propio obrar en el mundo, al haberse impuesto el confinamiento humano como medida de supervivencia colectiva. Una medida que, como efecto insospechado, nos ha brindado la oportunidad de sumergirnos en nuestra vida interior; ello como nunca antes de esta manera tan masiva.

Este enrarecido tiempo ha sido una ocasión excepcional para tomar conciencia de la fragilidad y fugacidad de nuestra vida biológica; y ha servido para que, en muchísimas personas, se produjera un despertar del sentido de trascendencia, tan adormecido con los arrullos del materialismo pragmático y mecanicista. Sin duda, esta dura experiencia nos ha hecho valorar, en mayor medida, lo verdaderamente esencial de la vida, que –como bien dijera el Principito en la homónima obra de Saint-Exupéry– es aquello “invisible a los ojos”.

En este escenario, estamos siendo testigos y partícipes de un estallido global, que no solamente nos ha invitado a revisarnos como personas (ámbito del “yo”), haciendo que muchos hayan debido replantearse sus proyectos de vida personal; sino que también ha hecho lo propio en el ámbito del “nosotros”, constituido por todas las manifestaciones de nuestra socialización (pareja, familia, nación, etc.); llevándonos, incluso, a cuestionar y replantearnos ciertos aspectos de la civilización, tal como la hemos concebido hasta hoy.

De manera tan sorpresiva como aleccionadora, el virus de covid-19 ha instado a la humanidad a bajarse de la cumbre de la soberbia, en la que se había entronizado de la mano de los avances científicos, la revolución tecnológica y las corrientes de pensamiento posmoderno y relativista. Hemos tenido que bajar la cabeza con humildad, y elevar el espíritu con recogimiento; y ello nos ha permitido contemplar la verdad en aspectos fundamentales de la vida, tanto en la dimensión personal como en la social, cuya máxima expresión es la civilización.

En el ámbito del “nosotros”, hemos tenido oportunidad para observar cómo nuestros sistemas políticos y económicos, así como nuestras estructuras de seguridad y cooperación internacional, no eran tan formidables como creíamos. Las falencias de emblemáticos gobiernos y de la mismísima Organización Mundial de la Salud, así como la vulnerabilidad de superpotencias como China y Estados Unidos, lo han dejado en evidencia.

Una sólida estructura de poder supranacional, como lo es la Unión Europea, tan admirada –sino adorada cual ídolo de la megapólitica–, por estar dotada de cabeza de platino en lo político-institucional, tronco de oro en lo económico y monetario, y extremidades de plata en sus políticas de cooperación para con el tercer mundo; ha acusado tener pies de barro en la gestión de su propia solidaridad intramuros; esa solidaridad que tanto han echado de menos Italia y España al encarar la pandemia en sus territorios.

La respuesta europea ante la crisis ha sido pésima; partiendo de una errónea interpretación del Principio de Subsidiariedad que rige su funcionamiento, ha habido una nula gestión comunitaria de los riesgos; y con ello se ha dejado sobrepasar las capacidades de algunos países. Asimismo, la solidaridad intraeuropea sin duda que ha brillado, pero por su ausencia. La pandemia en tierras del viejo continente, si bien se ensañó con Italia y España, siempre fue –y sigue siendo– una crisis desafiante de la Unión Europea como un todo; pero la miopía de las partes y de los propios órganos de poder comunitario, impidió advertir y contener a tiempo la afectación de ese todo. Y de esta manera, el sueño de la Unión Europea ha quedado expuesto en su debilidad más estructural, que es la concepción de sí misma como verdadera unión; como entidad geopolítica supranacional, cuyas fronteras externas, de ser sobrepasadas por alguna amenaza común, ameritan una respuesta solidaria –si no conjunta–, en procura del bien común europeo, y sin importar por cuál de los Estados miembros hubiere penetrado tal amenaza.

En este orden de ideas, observamos que, como lo hiciera el niño del famoso cuento de Hans Christian Andersen (El traje nuevo del emperador); un microscópico virus ha revelado a la humanidad en su (nuestra) absoluta desnudez, ante amenazas comunes a todo el género. Hasta ahora hemos sido una civilización más preparada para la autoaniquilación que para la autopreservación.

Recientemente, el cardenal guineano Albert Sarah ha señalado: “Este virus actuó como una advertencia. En cuestión de semanas, la gran ilusión de un mundo material que se creía todopoderoso parece haberse derrumbado. (…) un virus microscópico ha puesto de rodillas a este mundo, un mundo que se mira a sí mismo, que se complace, ebrio de satisfacción porque creía que era invulnerable. La crisis actual es una parábola. Ha revelado cómo todo lo que hacemos y estamos invitados a creer fue inconsistente, frágil y vacío”.

Así las cosas, advertidos ya de nuestra desnudez y fragilidad, nos encontramos ante una encrucijada histórica en la que no podemos perder el camino. En este momento, cada uno de nosotros debe asumir el reto de ser parte de la generación que, con gran responsabilidad, madurez y desprendimiento; ha de iniciar –en nombre de toda la humanidad– un camino de evolución mental y espiritual que, partiendo de la restauración integral del hombre y del ciudadano, y abarcando toda nuestra dimensión social (desde el mismísimo ámbito familiar hasta el internacional); logre el gran salto cuántico de nuestra civilización.

Quizás seamos nosotros la generación que pondrá la primera piedra, para la construcción de una auténtica “civilización del amor” como la que tanto nos refirió Juan Pablo II.

@JGarciaNieves


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