Mi padre, como muchos extranjeros, llegó a Venezuela a principios de los años cincuenta del siglo XX. A pesar de ser muy joven, participó en la Segunda Guerra Mundial de forma activa, porque como italiano que era, estaba enfrascado en dos frentes: por un lado, luchaba contra el fascismo de Benito Mussolini como partisano y, por el otro, contra la ocupación alemana, que tenía pasando hambre y penurias a toda Italia.

Finalizado el conflicto en 1945, Europa se debatía en una recuperación por todo el desastre producido debido a años de conflagración. Muchos pudieron reinsertarse de nuevo en la vida productiva de los países devastados; otros, como papá, se vieron obligados a ver más allá de las fronteras transalpinas.

La mayoría de los jóvenes buscaban destinos para emigrar. Ya el gigante del norte de América había cerrado sus fronteras; por ende, ese destino era para muchos italianos inalcanzable; por tanto, unos optaron por ir a Alemania, ya que el Plan Marshall, oficialmente llamado European Recovery Program, iniciativa de Estados Unidos para ayudar a Europa Occidental, iba a generar mucho empleo por la inyección de una gran cantidad de dinero para la reconstrucción; otros optaron por ir a Argentina, como mi tío Pietro, uno de los hermanos de mi padre; una gran cantidad se fueron a Brasil, y los más osados, a Australia, como mi tío Gaetano.

Sin embargo, surge entonces una nueva opción en el panorama internacional: Venezuela. Durante los años de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez comenzó un proceso de migración selectiva, para absorber a todo ese potencial humano que quedaba a la deriva debido a las escasas fuentes de empleo que había en el continente europeo.

Durante los años cincuenta llegaron al país miles de personas, de las nacionalidades más diversas, en busca de nuevas oportunidades. Así fue, ejemplos hay muchos. Migrantes, luego de pasar tres semanas en un barco en el mar, capeando buenos y malos tiempos, llegaron con una maleta de cartón, pero con esfuerzo, dedicación, sacrificio lograron levantar empresas y generar empleo; el sueño americano se podía llevar a cabo en la patria de Bolívar.

Españoles, portugueses e italianos, en su gran mayoría, de otras nacionalidades en menor cuantía, hasta judíos que lograron sobrevivir del exterminio nazi, se radicaron, formaron familia y prosperaron en esta nación.

Yo, por mi parte, tengo memoria desde los años sesenta, específicamente desde el terremoto que estremeció a Caracas en 1967, pero ese es otro cuento. Esa Venezuela que nació después de la caída de la dictadura en 1958 estaba arropada por muchas esperanzas y ambiciones tanto para venezolanos como para los extranjeros. Recuerdo que papá trabajaba como mecánico automotriz en un taller de la avenida San Martín, una vía céntrica en la capital venezolana. El viejo, para aquel momento, ganaba alrededor de 200 bolívares a la semana, unos 800 al mes, que variaban a veces porque recibía bonificaciones extras, dependiendo de la envergadura del trabajo.

Con ese ingreso de obrero, en la nevera de la casa no faltaba nada, a pesar de que el único que trabajaba era mi papá y el grupo familiar estaba compuesto por mi madre y mis otros dos hermanos, para sumar un total de cinco. A esto había que sumarle que estábamos vestidos y calzados adecuadamente e íbamos al colegio con transporte escolar.

Papá le daba a mamá entre 100 y 150 bolívares para ir al supermercado, el CADA estaba cruzando la avenida. Con esa cantidad de dinero se lograba llenar a rebosar el carrito del mercado, podías escoger cualquier producto, desde nacionales a importados, no había límites de cantidad, se pagaba en efectivo y te daban vuelto. ¿Bachaqueros? ¿Cajas CLAP? ¿Qué era eso?

Eso nos permitía comer tres veces al día, cinco personas durante un mes, sin necesidad de preocuparse de que la compra de alimentos alterara el presupuesto familiar.

En mi lonchera, mamá me ponía pan con diablito y mantequilla, una manzana o pera, dependiendo de la ocasión o, en su defecto, me daban un bolívar para comprar en la cantina de la escuela el desayuno, que consistía en dos empanadas, un cuartico de jugo y un bocadillo de guayaba, y me quedaba dinero.

Esta patria que adoptó a mis padres, con esfuerzo y ahorro, les brindó la oportunidad de comprar una casa, cómoda, para albergarnos a todos sin tropezarnos unos a otros. Si la memoria no me traiciona, se pintaba una vez al año, en las fechas navideñas, para ser más preciso. Los muebles, si estaban algo deteriorados, se cambiaban, junto a la televisión, cocina, nevera y lavadora cuando se dañaban. No se reparaban, se reemplazaban. Íbamos a Imgeve y nos daban todo lo que quisiéramos a crédito. Y solo papá trabajaba y era un mecánico.

Al viejo le encantaba Venezuela, quería conocerla en su totalidad. Por eso, cuando éramos algo más grandes, lo acompañé a Bello Monte, a un concesionario General Motors, porque papá estaba enamorado de un Pontiac 1969. Entramos caminando y salimos rodando en el carro los cinco. Como primer viaje, la playa, y luego a la Colonia Tovar.

Si nos portábamos bien durante el año, pasábamos el verano con nuestros primos en Italia o ellos venían a conocer Caracas. Era la época en la que se podían tener libremente dólares y abrir cuentas en la banca, no existía el mercado negro ni control de cambio, o si no, se viajaba con bolívares y se transaban en cualquier casa de cambio en el mundo.

Ese sueño de prosperidad pronto se agotó. ¿Qué pasó? ¿Qué nos pasó? ¿Por qué el país cambió? Teorías y análisis hay de todas las tendencias. Desde el exacerbado paternalismo del Estado hasta la creación del clientelismo político. Nos amparamos solo en el petróleo y sus vaivenes en el mercado internacional, pero con los años, el desorden y despilfarro presupuestario nos llevó inexorablemente al 18 de febrero de 1983, conocido como el Viernes Negro, en el que se optó por respaldar el presupuesto de la nación con la devaluación de la moneda.

Todo lo anterior hizo que surgiera una nueva casta política, que valiéndose de las penurias del venezolano, comenzaron a vender mentiras como verdades e incrustaron en los connacionales el deseo de un cambio ético y de impecable administración del erario. Navegamos por más de quince años, hasta 1998, aguas turbulentas, pero sin tomar medidas que pudieran cambiar la realidad en las que estábamos inmersos. Ya Venezuela estaba quebrada en su espíritu, quedaba como opción buscar respuesta en un mesías salvador, que, lamentablemente, surgió aquel nefasto 4 de febrero de 1992.

Después de veinte años de la llegada de la revolución bolivariana se puede constatar cómo se han burlado de la fe, aspiraciones y anhelos de millones de compatriotas, y convertido todo en un historial de mentiras y trampas. Somos una sociedad que ha perdido el vínculo con la verdad; esto nos ha convertido en una comunidad de esclavos. ¿Qué nos queda? Luchar para construir el país que merecemos, rescatando la dignidad y alcanzar, así, nuestra liberación en paz y en democracia.


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