Vestidos con guayaberas blancas y sonrientes, los mandatarios de cinco países latinoamericanos -México, Colombia, Cuba, Honduras, Venezuela- y el primer ministro de Haití posaron el pasado 22 de octubre para la foto de rigor tras firmar la Declaración de Palenque, por una vecindad fraterna y con bienestar. Palenque es una ciudad de origen maya ubicada en el estado mexicano de Chiapas, centro ceremonial de gran riqueza arqueológica.

Lo que trataron allí Andrés Manuel López Obrador y sus invitados -además de delegados de Belice, Panamá, El Salvador, Costa Rica y Guatemala- fue la «construcción de soluciones integrales ante el aumento de los flujos migratorios irregulares».

Dos meses y dos días después, en la víspera de la Navidad, una avalancha de migrantes -entre 6.000 y 10.000, según registros periodísticos- de más de una veintena de nacionalidades partió desde Tapachula, también en Chiapas pero más al sur, en los límites con Guatemala, hacia la frontera de Estados Unidos.

La caravana, encabezada por una pancarta que dice “Éxodo de la pobreza”, es la mayor formada el último año. Desde Tapachula salen también los trenes de la red ferrocarrilera conocida como La Bestia que cruza México hacia el norte y en la que se montan miles de migrantes, incluidas mujeres con sus niños pequeños en brazos, arriesgando sus vidas sujetándose a plataformas destinadas al traslado de mercancías.

Las cifras del flujo migratorio irregular son espeluznantes. Se calcula que más de medio millón de personas –entre ellas, muchas venezolanas– cruzaron la selva del Darién, en Panamá. México dio cuenta de más de 680.000 extranjeros en situación irregular entre enero y noviembre del año pasado.

Cuando los mandatarios suscribieron en octubre la Declaración de Palenque con la promesa de «elaborar un plan de acción para el desarrollo, basado en los objetivos prioritarios de cada país, para atender las causas estructurales de la migración irregular en la región», debieron intuir que ya estaban desbordados por la realidad de la pobreza, la desigualdad, la inseguridad y la falta de oportunidades laborales y económicas que privan en nuestros países, que tuvieron a bien reconocer aunque de forma incompleta y tardía.

Maduro, por ejemplo, dijo en Palenque que los venezolanos migrantes eran tan solo 2 millones -en realidad son 7,7 millones según la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes hasta noviembre del año pasado- y que la «recuperación» de la economía venezolana permitiría recibir de vuelta a «toda la migración o buena parte de ella».

Mientras se siga poniendo el foco en la responsabilidad de los países de destino de los migrantes -que no es otro sino Estados Unidos-, como reclama la Declaración de Palenque, nuestros mandatarios estarán esquivando la realidad vergonzante de cada uno de sus países, muy en particular el nuestro que padece un éxodo nunca visto en su historia republicana.

En nuestro caso, que desde mediados del siglo pasado fuimos un país receptor de migraciones que contribuyeron al desarrollo nacional en todos los campos, la recuperación de la vida democrática y la ejecución de políticas económicas que permitan potenciar la producción del país y marcar una senda de crecimiento, son las vías para contener, primero, la salida de la población y, luego, posibilitar la vuelta de una buena parte de esa migración a la que le ha sido más difícil asentarse en otros países. Pero en lo inmediato, lo sensato sería reconocer la realidad de la diáspora venezolana y velar por su seguridad y dignidad. Puede ser, sin embargo, mucho pedir.


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