«Nunca se va tan lejos como cuando no se sabe donde se va».

Sumergido en la cincuentena que me abraza como una boa constrictor, solo tengo clara una cosa; al fin, a mis cincuenta y un años sé adónde quiero ir, adónde quiero llegar. Del mismo modo, no tengo ni idea de cómo llegar allí.

Recuerdo, nítidamente, haber sostenido con mi mujer una conversación que, extrañamente, se ha repetido este fin de semana, posiblemente diez años más tarde, con muy distinta conclusión.

Nos debemos situar allá por 2010. Aunque 2010 sea un año digno del título de cualquier película de ciencia ficción de nuestra juventud, ahora resulta obscenamente antiguo. 2010 ya pasó, ya no existe, del mismo modo que, en breve, no existiremos nosotros. El tiempo es tan absurdamente relativo, tan breve, que la existencia de cualquier ser humano es nimia. Vivimos, por lo tanto, presas de lo absurdo, pues cualquiera de nuestras preocupaciones más graves dentro de nada será ceniza y polvo, como la isla de La Palma.

Volviendo a mi conversación con mi mujer, he de decir que se desarrollaba en una de nuestras viviendas secundarias, concretamente en una maravillosa casa que poseemos en la villa de Ocaña, Castilla la Mancha para más señas. Por aquel entonces, en una de esas conversaciones presas del alcohol y de los sentimientos a flor de piel, mi mujer me preguntó, lo recuerdo como si fuera ayer, si yo sería capaz de vivir allí, en Ocaña.

Hay que decir que yo provengo de una familia de gatos; esto es, mis padres, al igual que mi hermano y yo, o, mejor dicho, yo y mi hermano menor, somos nacidos en Madrid. Esto es, sin duda alguna, un privilegio mayúsculo, pero hasta los más altos privilegios acarrean inconvenientes y, en este caso, el inconveniente es no haber tenido nunca pueblo. Yo, por haber muerto mis abuelos a muy temprana edad, en su mayoría, no he  sabido nunca lo que es visitar un pueblo, con el que de algún modo sientas vínculos de sangre o, al menos, de raíz; salvedad hecha de la pequeña aldea de Huerta de la Obispalía, en  Cuenca, de donde era originaria mi abuela Ángela, para más ende, la más longeva de mis abuelos.

Así, pues, Ocaña pasó a ser mi pueblo de adopción, desde la perspectiva de ser el pueblo de mis suegros, donde mi mujer pasó los veranos de su infancia y juventud.

Tal conversación se desarrollaba en mi década de los cuarenta años. Hacía referencia, según cuestión planteada por mi mujer, Maricarmen, a si yo sería capaz de irme a vivir allí, a Ocaña. Hay que decir que Ocaña se encuentra a unos setenta kilómetros de Madrid, aproximadamente cuarenta minutos en coche, no corriendo mucho, que no es mi caso.

Así, pues, no sería una idea descabellada vivir a treinta minutos de la Puerta del Sol, a mi velocidad standard, pero sin embargo en una villa en la que se respira la paz y en la que, aún hoy en día, te despiertan los gallos o las campanas llamando a misa.

No obstante, en aquel entonces, mi respuesta, taxativamente, fue no.

Yo, que entonces regentaba un exitoso negocio, conducía un BMW y vivía en el barrio de Chamberí, teniendo por vecinos a actores, músicos y literatos de éxito, no me veía en un pueblo como Ocaña, en el que aún puedes ver gallinas por la calle en según qué barrios.

Creo que me comprenderán. Yo era un urbanita. Un amante de la Gran Vía, del olor a gasolina, de los claxon y las sirenas de las ambulancias. Qué coño, yo vivía, y vivo,  allá donde se cruzan los caminos, como dice mi admiradísimo Joaquin Sabina.

Así, pues, por educación, por costumbre y por abstracción socioeconómica, yo no me veía en un pueblo.

Toda esta reflexión viene dada porque, este fin de semana, tras haber conseguido aquello que llevo ansiando meses, esto es, visitar Ocaña con asiduidad, en una nueva conversación de taberna porque, afortunadamente, hay cosas que no cambian, Maricarmen me planteó de nuevo, diez años después, la misma pregunta. Y no porque ella sea una convencida de abandonar la ciudad, al contrario, sino por constatar algo que, en su fuero interno, ella venía detectando hace ya mucho tiempo.

La pregunta, por si se han perdido en mis divagaciones, era nuevamente si yo me trasladaría, en el momento actual, a vivir a Ocaña.

Para mi sorpresa, una vez la pregunta fue planteada y, una vez yo me planteé a mi mismo dicha pregunta, la respuesta fue taxativamente sí. No un sí condicionado por la opción de responder si o no. Un sí en mayúsculas y con signos de admiración. Un sí que responde a una necesidad clara de abandonar la vida en esta ciudad que nos da la vida y nos mata; y este ritmo de vida, urbano y sórdido, exigente y asfixiante que nos impone el Madrid del siglo XXI.

Nunca he tenido nada tan claro como la necesidad urgente que tengo de huir. Y si no lo consigo en breve, moriré en mi jaula de oro, presa de la pena y la nostalgia de aquello que, como nuevamente dice Sabina, nunca jamás sucedió.

No existe una realidad. La realidad es relativa, como el tiempo, como el sentimiento, como la certeza de que esto termina y tenemos la obligación de dejarnos lo mínimo sin hacer. No creo, desafortunadamente, que haya una vida posterior en la que pueda compensar todo aquello que me dejé sin hacer en esta.

Por tanto, como dice Manolo García, “ni una página en blanco más“.

Hoy es el primer día de su nueva vida, de nuestra nueva vida. Enhorabuena.

Carpe Diem.

@juiloml1970


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!