Los países más desarrollados, los que ejercen mayor poder e influencia en el mundo, son los más estructurados, los que tienen instituciones sólidas y permanentes y poseen principios, creencias y valores que no se alteran con situaciones difíciles e incluso extraordinarias como guerras, catástrofes, acciones terroristas, etc. Mucho menos por los cambios de gobierno que ocurren periódicamente.

Un ejemplo de ese tipo de país son los Estados Unidos de América. Su Constitución tiene 234 años de existencia, con 27 enmiendas a lo largo de ese tiempo. Las actualizaciones que se le han hecho a la misma para nada han alterado los principios de libertad, justicia, unión y progreso que fueron los fundamentos básicos proclamados por los Padres Fundadores en 1787.

Muy distinto es el caso de los países latinoamericanos. El nuestro, por ejemplo, ha tenido en menos tiempo 25 Constituciones, incluidas el Acta de Independencia (1811) y la Constitución de la Gran Colombia (1821). A la fugacidad de las Constituciones hay que sumar el raquitismo de las instituciones basadas en ellas que han permitido que mandatarios devenidos en caudillos y dictadores, como Chávez y otros, alteren lo existente (bueno, regular o malo) para sustituirlo por algo peor, llevando al país por un despeñadero.

Los párrafos anteriores sirven para apoyar el tema central de nuestro escrito que tiene que ver con la actitud de países como México y Argentina, entre otros, que han cambiado su posición con respeto al drama económico, político y social de Venezuela, pasando del repudio al régimen chavista culpable del mismo a la complicidad con él, por la simple ocurrencia de un cambio presidencial. Un relevo en la jefatura del Estado invierte la posición del país en asuntos de gran trascendencia, sin que los fundamentos democráticos de la Constitución y las instituciones competentes puedan evitarlo. Para nada se toma en cuenta la opinión pública nacional e internacional opuesta a ese tipo de cambalaches.

Tal cosa es un ejemplo de la falta de integridad de un país latinoamericano, extensible a los demás, en asuntos esenciales sujeto, como ha estado y aún lo está, desde su fundación hasta nuestros días, al arbitrio del dictador de turno y no a los principios constitucionales inspirados, en el acto mismo de su independencia, en las ideas y los valores de la Ilustración (siglos XVII y XVII), de la Independencia norteamericana (1776) y de la Revolución francesa (1789).

El adjetivo invertebrado, tal como lo hemos usado, no es nuevo. Lo empleó José Ortega y Gasset en 1921 en su ensayo España Invertebrada para describir la situación de ese país en las décadas anteriores a la sangrienta guerra civil que enlutó a España para siempre en los funestos años de 1936-1939, preludio de la Segunda Guerra Mundial. El contenido del término es mucho más amplio y significativo en el escrito orteguiano, pero en nuestro escrito el sentido general del mimo sirve para describir a los países de la región que no tienen solidez institucional, que son inconstantes y en los cuales un presidente demagogo y carismático, o simplemente porque ejerce el poder por la fuerza, puede imponer su voluntad a contrapelo de los principios y valores democráticos establecidos en la Constitución y las leyes.


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