AFP

Si Venezuela fue ayer un país portátil, hoy es un país paralizado.

Cada día se me hace más difícil opinar y escribir sobre este país. Tengo la sensación de que tal labor resulta inútil, infecunda, algo así como una estupidez. Venezuela está paralizada. Nada nuevo, positivo o de algún valor ocurre en ella. Está hundida hasta los hombros, no en el mar de Occidente, ni en el mar de Colón, como decía el poeta, sino en un espeso lodazal que le impide caminar. Muchas naciones del mundo, con bastante menos recursos que ella, avanzan por la corriente histórica del progreso económico, político, social, cultural, científico y tecnológico.

En lo que va del siglo XXI hemos estado girando, en un círculo vicioso, alrededor de los mismos problemas, divagando y trajinando sobre ellos, sin avanzar un ápice  en su solución. El régimen, atrapado en las mismas fantasías: el socialismo del siglo XXI, la revolución bolivariana, el pueblo empoderado, participativo y protagónico, la mejor Constitución del mundo, el legado glorioso de Hugo Chávez, etc., etc. Mientras tanto, la gente común, el verdadero pueblo, huye a raudales del país, los jóvenes se van, los jubilados perecen de necesidad y unos pocos absorben los dólares que circulan en el mercado de los grandes bodegones, restaurantes y casinos que han brotado como hongos en medio de la pobreza general.

El régimen que llevó el país al desastre, repudiado por la inmensa mayoría de los venezolanos, se mantiene en el poder mediante acciones inconstitucionales, aplicando la represión y utilizando las armas de la República, devenidas como tantas otras veces en la historia patria, en cómplices de una parcialidad política ilegítima, ineficaz y corrupta. La dirigencia opositora, dividida y dispersa, enferma de particularismo, se dedica a sus propios fines ajena al interés nacional. Corta de alcance y grandeza, chapucea en compartimientos estancos peleándose entre sí, y a veces pactando con el régimen para lograr míseras ganancias.

El ciudadano común, la inmensa mayoría de la nación, se ha replegado de la lucha con frustración y enojo, luego de haber protagonizado, con saldo de muchos muertos y heridos, las mayores movilizaciones públicas de protesta que se hayan visto, no sólo en este país, sino en la región y posiblemente en el mundo. Mantuvo por años una lucha sostenida que fracasó porque sus cuadros directivos se fragmentaron cuando el régimen estaba en su momento más vulnerable luego de su gran derrota en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015.

En ese escenario congelado e incierto, ¿qué más podemos decir que no se haya dicho ya?; ¿qué más podemos pedir en relación con la unidad necesaria y con la exigencia moral e histórica de dar paso a la grandeza por encima de la mezquindad individual?; ¿qué más podemos rogar respecto al imperativo moral de pensar en la gente, en el pueblo, en los caídos, en los expatriados, en los que han perdido todo, en los ancianos que no pudieron partir con sus hijos y nietos y mueren hoy en soledad y tristeza? Resulta una idiotez seguir hablando y escribiendo de lo mismo en un país entumecido, si quienes han asumido la dirigencia opositora no oyen las demandas que se les hacen y no están dispuestos a cambiar.

Los que lean estas letras, escritas para un periódico que como muchos otros ha sido proscrito, deben perdonar el tono de amargura, frustración y desconsuelo que emerge de ellas. Es muy difícil mantener incólume la constancia, la fortaleza y la paciencia. No en balde se viven tantos años trabajando y haciendo lo mejor posible para cumplir con las exigencias que la vida nos impone en sus diversas épocas para alcanzar la supuesta “edad dorada” y encontrarse en ella sin democracia y en medio de una miseria generalizada. Si resultara que a corto plazo, uno o dos años, no más, la situación cambiara y el país se pusiera en marcha, no tendría yo ningún empacho en reconocer lo inadecuado de este escrito. Sería para mí un verdadero placer hacerlo y celebrarlo. ¡Que así sea!

 


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