«Un pueblo no tiene sino un enemigo peligroso, su gobierno».

Louis Antoine de Saint-Just

En estos días se cumplió el 14 de julio otro aniversario más de la Revolución francesa, la cual tuvo sus orígenes a través del desplazamiento de la vida cultural de Versailles a París, donde la aristocracia tenía unos salones donde ofrecían charlas y almuerzos convocando a los grandes pensadores de la ilustración como el famoso salón del Barón d’Holbach.

Por otra parte, la población francesa había pasado de 18 millones en 1700 a 26 millones en 1789, convirtiéndose así en el Estado más poblado de Europa. Pero los métodos agrícolas poco eficientes daban a entender que los agricultores franceses no podían mantener a esta numerosa población, mientras las vías de transporte primitivas obstaculizaban el mantenimiento de los suministros, incluso cuando había suficientes. Como resultado, los precios de los alimentos aumentaron 65% entre 1770 y 1790, pero los salarios habían crecido solo 22%. La escasez de alimentos fue decisivamente dañina para el régimen, pues muchos atribuyeron los aumentos de precios a la incapacidad del gobierno para evitar la especulación. En la primavera de 1789, una pésima cosecha seguida de un duro invierno había ayudado a crear un campesinado rural sin nada que vender y un proletariado urbano cuyo poder adquisitivo se había derrumbado.

El otro fardo pesado para la economía fue la deuda gubernamental. Las tesis y la historiografía tradicionales de la Revolución francesa a menudo atribuyen la crisis financiera de la década de 1780 a los cuantiosos gastos de la guerra de independencia de Norteamérica de 1778-1783, pero los estudios económicos más actualizados muestran que esto es incorrecto. En 1788, la relación entre la deuda y el ingreso nacional bruto en Francia era de 55,6%, en comparación con el 181,8% en Gran Bretaña. Si bien los costos de los préstamos en Francia eran superiores, el porcentaje de los ingresos fiscales dedicados al pago de intereses era aproximadamente el mismo en ambas naciones.

Sin embargo, estos impuestos los pagaban predominantemente los pobres de las zonas urbanas y rurales, y los parlamentos regionales que controlaban la política financiera bloquearon los intentos de repartir la carga de una forma más equitativa. El imbroglio resultante frente a la zozobra económica generalizada llevó a la convocatoria de los Estados Generales, que se radicalizaron por la sórdida pelea por el control de las finanzas públicas. Sin embargo, ni el nivel de la deuda pública francesa en 1788, ni su anterior historia, podrían considerarse una explicación del estallido de la revolución en 1789.

El brillante sociólogo francés Hippolyte Taine (Los orígenes de la Francia contemporánea, T.II, Barcelona, Ediciones Orbis S.A, p.109) escribió a este respecto lo siguiente:

¿Puede admitirse que con tantas intenciones buenas reunidas llegara a destruirse todo? Tanto el gobierno como la clase elevada, imaginábanse firmemente haber hecho todo lo que podían hacer. El rey advierte que ha reintegrado a los protestantes en el estado civil, suprimido las jornadas manuales de trabajo, establecido la libre circulación de granos, instituido las asambleas provinciales, organizado la marina, socorrido a los americanos, emancipado a sus propios siervos, disminuido los gastos de su casa, empleado a Malesherbes, Turgot y Necker, dejado en libertad a la prensa y escuchado a la opinión pública. Jamás gobierno alguno se ha mostrado tan benigno: el 14 de julio de 1789 no había en la Bastilla más que siete prisioneros, idiota uno de ellos, detenido a petición de la familia otro y cuatro acusados de falsarios. Ningún príncipe ha habido más humano, más caritativo ni que más se preocupase de los desgraciados. En 1784, año de inundaciones y de epidemias, distribuye 3 millones de socorros. Recurren a él hasta para los accidentes privados, el 8 de junio de 1785 envía 200 libras a la mujer de un labrador bretón que, teniendo ya 2 niños, acaba de dar luz a 3 en un solo parto.

Al parecer así también ocurrió con el segundo período del gobierno de Carlos Andrés Pérez, quien astutamente había llegado a la presidencia de la República de Venezuela, sucediendo a uno de los peores presidentes de la historia de la democracia inaugurada en 1958 y finalizada en 1999, y le reventó una crisis económica de la cual él no era responsable. Al igual que a Luis XVI le había quedado una superdeuda pública, y no tenía reservas y se vio obligado a rechazar parcialmente las famosas cartas de crédito que el gobierno irresponsable de Jaime Lusinchi, les permitió a los empresarios contratar grandes importaciones a dólares preferenciales. Estos empresarios se sumaron a las fuerzas que alimentaron el gran descontento en el país, provocando el intento de golpe de Estado del teniente coronel Hugo R. Chávez, que ya sabemos adónde nos ha conducido.

También, al igual que en la Francia prerrevolucionaria, el segundo gobierno de CAP no tenía ingresos fiscales suficientes y el IVA propuesto lo impusieron después de haberlo sacado de la presidencia de la República. La Asamblea Constituyente chavista fue un exabrupto jurídico colosal permitido por la entonces presidente de la Corte Suprema de Justicia al aupar un referéndum consultivo que no estaba previsto en la Constitución de 1961. De igual modo, se concentraron todos los poderes en el Ejecutivo y los demás fueron un apéndice del presidente de la República, como sucedió con los jacobinos en Francia. Napoleón Bonaparte logró sacar a las sabandijas revolucionarias y con todos sus defectos alzó a Francia; mientras que estos gobiernos castro-maduristas han creado la hiperinflación y la destrucción del aparato productivo: petróleo, agricultura, servicios, ganadería. Esto es, incluido el orden público, único bien que generalmente garantiza una tiranía, se ha visto recientemente conculcado con la imposibilidad de impedir que una banda de delincuentes azote a unos barrios.


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