Llegué al mundo periodístico muy temprano, de la mano de dos queridos amigos, Wilmer Suárez y Lucy Gómez. El primero me llevó a la redacción de la corresponsalía del diario Crítica, de Maracaibo, entonces propiedad del viejo Capriles, que funcionaba en el primer piso de la Torre de la Prensa. Meses más tarde me condujo a la revista Alarma y el diario Últimas Noticias. La mencionada revista funcionaba en el sexto piso de ese edificio, al lado de la redacción de la revista Élite, que fue donde la querida Lucy, entonces delegada sindical, me enseñó la importancia de la organización y me inscribió en el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa.

Así comencé un camino lleno de gente que me formó sin mezquindades. Pasé por no sé cuántos proyectos y redacciones. Argenis Martínez, José Suarez Núñez, José Luis Olivares, José Manuel “el Marginal” Pérez, Ernesto Luis Rodríguez, Pedro Duno, Domingo Alberto Rangel, José Campos Suárez, Euro Fuenmayor, José Pulido, Pedro Galán Vásquez, Ezequiel Díaz Silva, Ramón Hernández, Humberto Márquez Zambrano, Eddy González, Mariela Pereira, Chuchú Rosas Marcano, fueron algunos de los que me enseñaron a caminar por este delirio de la información. Todos me fueron revelando claves en las que prelaba siempre la solidaridad. Si había una rueda de prensa a la que alguien no llegaba a tiempo, todos los grabadores la reproducían para que esa persona no llegara a redacción sin el material. Si algún reportero gráfico no tenía una imagen de la noticia del día, horas más tarde pasaba por el laboratorio de quien si la tenía y bajo cuerda le daban una copia. Donde se hacía imposible era en lo que tocaba al material audiovisual, el material para los canales televisivos se rodaba en película de formato 16 milímetros, y ahí no había nada qué hacer.

Eran tiempos de gente solidaria a todo trance, un grupo bullicioso, irreverente, alegre hasta el delirio, malhablado como pocos y con un sentido del humor a prueba de bombas. Nadie, por encumbrado que estuviera, escapaba de los dardos agudos, y a veces dolorosos, de lenguas acostumbradas a desafiar al propio poder. Recuerdo al final del gobierno de Jaime Lusinchi. Él recibió en el aeropuerto de Maiquetía a León Febres Cordero, entonces presidente de Ecuador, y al llegar los reporteros fuimos encerrados en una especie de jaula de barreras metálicas. La protesta fue inmediata y a grito pelado anunciamos que nos íbamos a retirar. Tal fue el escándalo que el entonces ministro de comunicación, Alberto Federico Ravell, acudió presto a sofocar la deserción masiva. Él, para justificar el encierro, reclamó que en uno de los últimos encuentros presidenciales con la prensa casi le habían metido en la boca un micrófono. La respuesta llegó rauda, de los labios de Pablo Blanco, quien era por aquellos días fotógrafo de El Mundo en La Guaira: Le hubiera pasado la lengua. Hasta el propio Ravell soltó la carcajada.  Minutos más tarde se nos permitió entrevistar a los mandatarios fuera de las benditas barreras.

Todo esto y mucho más me viene a la mente en este momento, cuando de manera accidental me entero de la reacción de algunos colegas ante la detención de Roland Carreño. Los amigos y colegas de él que permanecen en Venezuela se han manifestado aterrados ante la posibilidad de que su celular sea revisado y los encuentren en sus agendas, o grupos de las diferentes plataformas que habitualmente usa para comunicarse. El frenesí por borrar sus mensajes, o sacarlo de los diversos grupos es increíble. Mi tristeza es infinita, en eso han convertido la prensa en Venezuela: un manojo de nervios que pierde la compostura con inusitada velocidad.

No hay un trabajador de la comunicación, hablando en el sentido más preciso de la palabra, lo cual excluye a los cagatintas que medran de los pasquines y armatostes dizque comunicacionales rojos rojitos, que no condene la arbitraria encarcelación de Carreño. Es un nuevo ejercicio de vesania contra uno de los gremios más maltratados en estos inacabables años. ¿De qué van a acusar a ese muchacho? ¿De su talento y desparpajo, con los que ha desnudado más de una vez a esta mojiganga que nos atropella incansablemente? ¿De ser miembro de la oligarquía de Aguada Grande? No se imagina Roland Carreño cuánto y cómo lamento que, justo a los treinta años de su graduación como periodista en la Universidad Católica Andrés Bello, el regalo que le den sea un calabozo.

© Alfredo Cedeño

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