Osama bin Laden fue una figura archiconocida. Fue el máximo líder del grupo terrorista Al Qaeda, fundado a finales de los años ochenta del pasado siglo, responsable del atentado más impactante y escalofriante en mucho tiempo: el de las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York y el Pentágono, el 11 de septiembre de 2001. Como consecuencia inmediata y directa de la descabellada acción, las víctimas mortales fueron casi 3.000 personas. A este número hubo que añadir mucho más de 1.000 fallecidos producto de enfermedades derivadas de las operaciones de rescate en un ambiente impregnado de residuos cancerígenos, como el amianto (asbestos).

Inmediatamente después del hórrido hecho, el gobierno estadounidense inició una acción persecutoria que culminó con su ubicación y muerte en Pakistán, el 2 de mayo de 2011, por un grupo de élite del Ejército. El entonces presidente Barack Obama se dirigió a sus conciudadanos para resaltar y recordar que Bin Laden había sido el responsable fundamental del asesinato de miles de hombres, mujeres y niños inocentes. Como sucede en todo caso patológico, Osama siempre vivió haciendo el mal y justificándolo como daño inevitable de la santa yihad.

Después de la ejecución de este líder luciferino, recuerdo haber leído en la prensa que una de las acciones que ayudó a ubicar el sitio en que se encontraba escondido, fue el análisis minucioso de la basura que de allí salía. En las bolsas que contenían los desperdicios se “guardaban” los registros desechables de la vida diaria de las personas que habitaban el lugar, lo cual permitió conocer muchas cosas de ellas: hábitos alimenticios, edades, aspectos relativos a la salud, número de personas que ahí habitaban, etc.

La acción de ajusticiamiento del máximo jefe de Al Qaeda hizo llegar un mensaje claro a los enemigos de Estados Unidos: que serían buscados hasta debajo de las piedras y que al encontrarlos se les aplicaría todo el peso de la ley.

Obviamente que comparado con Osama bin Laden, Tareck el Aisami podría ser catalogado como un enemigo menor de Estados Unidos. El problema para el venezolano de ascendencia sirio-libanesa es que para los gringos no hay enemigo pequeño. Así de simple. Para ellos Tareck forma parte de la élite dirigente de la revolución roja o rojita. Él es de los que respiran siempre el mismo aire denso y caliginoso que describe Dante Alighieri en La Divina Comedia, cuando se entra al Infierno. Por tanto, no dudan que sus sentimientos de bondad y las conductas apegadas rigurosamente a la ley se hayan visto afectadas. De lo anterior derivan que su incorporación al “proceso” implicó de plano el control absoluto y eterno del poder, sin importar el daño que se causa y las arbitrariedades que se tengan que llevar a cabo para alcanzar los objetivos. Es siempre más tarde, al ser imposible dar vuelta atrás como consecuencia del terrible desmoronamiento que causan sus malas políticas, cuando los fanatizados dejan oír sus suspiros, sus llantos y profundos ayes.

Como resultado de lo anterior y otras investigaciones más específicas, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos publicó el pasado miércoles 31 de julio una orden de solicitud contra el Ministro de Industria y Producción Nacional, Tareck el Aissami, por estar presuntamente incurso en el delito del narcotráfico. En la ficha de búsqueda publicó la fotografía de Tareck, así como su información básica (nombre completo, edad, fecha de nacimiento, descripción física y paradero conocido). Frente a tan grave acusación, la respuesta del imputado fue sosa en demasía: “Somos los hijos de Bolívar y de Chávez. No podrán con nuestra fuerza moral. Leales siempre. Nosotros venceremos”.

Como abogado magna cum lauden y político curtido, él, mejor que nadie, sabe que eso es un simple saludo a la bandera, sin ninguna repercusión práctica por los lados del norte. Por tanto, no tiene más alternativa que preparar los bártulos, desempolvar sus libros de derecho penal, buscarse un buen bufete en el imperio y prepararse para enfrentar al toro de una vez. En paralelo, le sugiero que haga una declaración pública y jurada de todo su patrimonio para poner en evidencia el origen y magnitud de sus bienes y ahorros, dejando claro los diferentes cargos que ha desempeñado y los sueldos que ha devengado en cada uno de ellos. No olvide que el que no la debe no la teme.

Lo anterior echaría por tierra el señalamiento que esta misma semana formuló Elliott Abrams, enviado especial para Venezuela en el gobierno de Donald Trump, en la entrevista que recientemente le hicieron dos periodistas del Instituto Empresarial Americano y que fue publicada parcialmente en el portal La Patilla, el pasado jueves 8. Allí dijo: “Comencemos con Tareck el Aissami, a quien vale la pena mencionar como dices. Fue ministro, fue vicepresidente por un tiempo. Estados Unidos lo sancionó el año pasado. Sancionarlo, ¿qué significa eso? Bueno, entre otras cosas, significa que podemos congelar sus activos en Estados Unidos. ¿Qué fue, qué congelamos? ¡600 millones de dólares!”. Evidentemente que no son capullos de rosas.

Es por todo eso que le deseamos mucha, pero mucha suerte.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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