Shawn Levy ha subido al pedestal de los imprescindibles de la nueva comedia americana, con el estreno de Free Guy, su consagración de taquilla y crítica en Hollywood, después de tres décadas de servicio como artesano, como laburante de la colmena de la meca, donde fue elevando su estándar con títulos como Noche en el museo, Date Night, Real Steel (una joyita), The Intership y su pasantía por la serie Stranger Things.

Cada uno de sus trabajos previos contó con una fanaticada importante de defensores y reivindicadores, ante una industria que subestima el arte del humor, ignorándolo en los premios de la academia.

Levy pertenece a la misma generación de Tod Phillips y los hermanos Farrelly, llegando a un momento de madurez, superando una evidente crisis de mediana edad.

La buena noticia es que no ha tenido que traicionarse, haciendo una Joker o una Green Book para la audiencia woke del Oscar.

En sus  términos ha dirigido un guion del discutido Zack Penn, que puede leerse como una metáfora de ellos dos, buscando la libertad y la emancipación en el sistema digital que los oprime creativamente.

El protagonista vive inmerso en la versión video game de Truman Show, sumergido en un espiral de un Día de la Marmota, que lo obliga a repetir una rutina alienante dentro de la Matrix de una red social.

El desatado Ryan Reynolds le pone cuerpo y actitud al personaje principal, interpretándolo como un multiverso inocente y burocrático de Deadpool, que vuelve a salvar el día al asumir el viaje de un antihéroe autoparódico.

El filme adquiere un subtexto rico y polivalente, conforme evoluciona su trama de un despertar de la conciencia menos millenial y de cristal, que heredado de la independencia contestaria de la serie B, amén de sus filiaciones con el John Carpenter de They Live, en cuanto la enajenación social se pierde al mirar con unos lentes distintos, descubriendo al desierto de lo real bajo el simulacro de los programadores de la ficción en línea, tendiente a mantener al rebaño enfrentado a partir de unos estereotipos de víctimas y victimarios en el diseño de un mundo virtual como Lego The Movie, Ready Player One y Wiki Ralph.

Podría reflexionarse en la paradoja de los estudios, como Disney, que plantean deconstrucciones metanarrativas de sus andamiajes de poder, para terminar reforzándolos como discurso, de cara a los intereses corporativos de la taquilla.

Pero la contradicción es ostensible a todo el cine, el arte y las creación de dispositivos de control del mensaje, que ofrecen las herramientas para dinamitarlos y desarmarlos, sin lesionar su engranaje, por efecto de agotamientos argumentales en la máquina de generación de contenidos.

Si revisamos el menú de los servicios de streaming, el mainstream ha destinado una parte importante de sus esfuerzos en la producción de críticas consoladoras hacia un orden cultural y político que parece inamovible, jerárquico, inflexible y concentrado en las manos de unos titiriteros que no prodigan la felicidad que prometieron.

Tendrá que ver con la expansión de los proyectos autoritarios en el mundo, con los panópticos que trajo la distopía de las cuarentenas eternas, con el desmoronamiento de la idea democrática, que fue cancelada por las restricciones de la pandemia y los populismos que emergieron a consecuencia del desastre del siglo XXI.

El sueño ha devenido en la pesadilla que exploran Loki, Wanda Vision, A Glitch in the Matrix y Free Guy, que cuestionan el planeta de restricciones que sufrimos, proponiendo una catarsis que concede cierta esperanza engañosa y demagógica.

En cualquier caso, lo relevante es que Free Guy no se extingue en una lectura de su subtexto político, abriendo algunos campos perceptivos del cine contemporáneo, en diálogo con unas imágenes y personajes de varias dimensiones.

Shawn Levy levanta y rompe con todo unas arquitecturas futuristas, con una gracia y una destreza técnica que no veíamos desde Inception y la explosión de los ralentis de las hermanas Wachowski.

Deben disfrutar de los performances de los actores, en especial de Jodie Coomer, Taiki Waititi, Joe Keery, Channing Tatum y Lil Reel Howery, que configuran uno de los ensambles del año, digno del SAG y de los Globos de Oro.

Tarea compleja reunirlos e integrarlos en semejante homenaje a la historia del absurdo, de la acción física y del lenguaje del slapstick.

Free Guy me ha brindado un entretenimiento que imaginaba fenecido en Hollywood, el de unas películas “originales” y “únicas” que supieron reinventar el clasicismo romántico entre los setenta y los ochenta, canalizando nuestras frustraciones de hombres y mujeres de oficina que tomamos nuestro latte en la mañana, a modo de rutina puntual, imaginando que algún día la aventura llame a nuestra puerta, para romper con nuestro destino gris.

Es la magia de un cine que introdujo la fantasía en los espacios urbanos de nosotros, dotándonos de la ilusión que elevaron Spielberg, Lynch, Lucas, Weir y Zemeckys.

Con Free Guy me sentí como aquel chico que salió electrizado de la sala, tras comprar el ticket de Back to the Future y que se fanatizó con los descontentos que canalizaban las comedias corales de Johh Hughes.

Frente a los que nos ahogaron y saturaron de secuelas, Free Guy señala que hay futuro en el pasado y la memoria, no en el reciclaje de unos géneros y unas franquicias que van camino a fundirse.

Compare con Rápidos y furiosos 9 y Black Widow.

Como nota discordante, tendremos que aguantar una innecesaria continuación de Free Guy.

Mejor quedarse con el recuerdo de la primera, la de 2021.

Suficiente.

 


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