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Los venezolanos experimentamos hoy una suerte de frustración, de abandono del tema político, de concentración en la sobrevivencia para muchos y, para otros, de adecuación a lo que se asume como una nueva realidad.

En el terreno de lo político y en el de la participación ciudadana se ha hecho patente la deslegitimación de los liderazgos, la pérdida de entusiasmo, la sensación de no encontrar una salida, el abandono de los espacios políticos por parte de quienes antaño echaban el resto por la suerte del país. Hemos pasado de la sensación de fracaso a la de abandono, a la inacción, a la desesperanza, a una impresión de orfandad de verdaderos líderes.

En un clima así no es extraño escuchar un clamor por la renovación. Aún para quienes dicen renegar de la política, el tema del liderazgo político sigue presente. Unos se lamentan de su vacío, otros critican sus deviaciones o deformaciones. Su calificación pasa con frecuencia por consideraciones que aluden a la inmadurez, la ambición, la corrupción, la cobardía, el personalismo, la incapacidad para escuchar, la ausencia de visión, el inmediatismo, la falta de calidad o de compromiso. Pocos se ocupan, en cambio, de pensar en el valor de un liderazgo digno de su nombre –honesto, inspirador, aglutinador, perseverante, eficaz- y, sobre todo, en la urgencia de su formación.

El reclamo por un cambio profundo en la vida nacional pasa por una aspiración a la renovación en la calidad del liderazgo político, un cambio capaz de estimular la esperanza ciudadana y de activar su voluntad de participación organizada y eficaz. En un momento global en el que todo parece destinado a transformarse, no hay duda de que las formas de organización y de acción de los ciudadanos deberán también cambiar. A raíz de la invasión rusa a Ucrania, el mundo definitivamente no va a ser igual. La herida abierta en la geopolítica mundial no cerrará en mucho tiempo. Se sumarán nuevas manifestaciones de cambio a las ya preocupantes de pérdida de confianza en las relaciones internacionales, debilitamiento de la globalización, reacomodos de los centros de poder y de influencia, en un momento en el que, por ejemplo, la izquierda latinoamericana pierde cohesión pero al mismo tiempo alienta desde los extremismos las incursiones que Rusia y China han estado haciendo en América Latina, como apunta Jorge Castañeda, estudioso de la política mundial.

La aparición y fortalecimiento de una nueva generación de liderazgo político no se producirá por generación espontánea. No podrá darse sin un esfuerzo de formación, sin el aporte de la experiencia y sin una organización que piense el país y sus problemas, proponga caminos de futuro, movilice a la ciudadanía, recupere su confianza y las ganas de cambiar y de actuar. Como reclamaba Carlos Matus ―ministro de Economía, Fomento y Reconstrucción de Allende e investigador en el Cendes― no es suficiente la buena intención, la experiencia, el buen sentido y la formación profesional. Es indispensable asumir como prioritario que la política está para atender los intereses de la gente, no las necesidades que genera la propia política. Los partidos deben dejar de ser simples clubes electorales. Deben, al contrario, dotarse de centros de formación de sus dirigentes y de equipos especializados en pensar el país, proyectar, planificar.

Formación, experiencia, organización se imponen como prioridades para llenar el vacío o la orfandad de liderazgo positivo que deja tanto espacio a la inmovilidad y la desesperanza. Dejar esta tarea al voluntarismo o a la improvisación alimenta el riesgo de remplazar el liderazgo creador por la figura de charlatanes o profetas y de caer en los riesgos del personalismo, el populismo y el autoritarismo.

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