Oppenheimer de Christopher Nolan es una meditada versión acerca del bien y del mal. También, un recorrido angustioso acerca de la responsabilidad tecnológica y el futuro. Entre ambas cosas, la película medita acerca de un tema actual: ¿hasta qué puntos somos conscientes que cada avance debe ser asumido como una responsabilidad ética? 

En Oppenheimer de Christopher Nolan, el científico titular, interpretado por Cillian Murphy tiene una súbita revelación mientras conversa con Albert Einstein (Tom Conti). De pie, su mente se llena de escenas aterradoras y trágicas de una futura explosión nuclear. Se trata de una revelación tardía, violenta, brutal y demoledora. Una que deja claro que la creación de la bomba atómica no fue solo un incidente en medio de la carrera armamentista de la Segunda Guerra Mundial. Que, en realidad, fue un hito total que fracturó la experiencia humana en algo por completo nuevo. Tal como dejó claro Albert Einstein y Oppenheimer pudo imaginar con terrorífico detalle, lo que ocurrió en Los Álamos, le dio a nuestra civilización el poder de la autodestrucción.

Puede parecer una premisa que se ha analizado con excesiva frecuencia en el cine y la pantalla pequeña. Pero en realidad, Oppenheimer evita los escenarios conocidos y se dirige hacia un punto por completo nuevo. También escrita por Christopher Nolan, la cinta analiza la responsabilidad inmediata sobre la tecnología que se crea. Lo que equipara el argumento a una exploración sobre la forma en que el hombre comprende el sentido total de sus obras con respecto a una herencia trágica. Oppenheimer pasa buena parte de la trama esforzándose por ganar la carrera armamentista contra la Alemania nazi. Por lograr idear un instrumento bélico tan definitivo como para darle el triunfo a Estados Unidos en un escenario complicado.

Pero, una vez que alcanza su objetivo, la cinta deja claro que se trató de un error mayúsculo. La prueba Trinity, que se narra casi a través de los códigos de terror, se vincula a la idea de una destrucción temible. A la vez, a la posibilidad que ahora, no hay una puerta que separe a la especie humana de la aniquilación total. Y esa puerta fue empujada por el ego de Oppenheimer. Por su simple ambición, su codicia y cierta insensatez desesperada. Rasgos de un hombre común, que en manos de un talento asombroso, empujaron a la humanidad — y al futuro— a un abismo envuelto en llamas.

El dolor en Oppenheimer 

Pero Nolan no desea sermonear, profundizar, señalar o hacer una crítica ética. Antes que eso, profundiza en la percepción inquietante de que la línea que separa a la tecnología avanzada y a una amenaza inminente, es difusa. En buena parte de la narración, Oppenheimer debate enfurecido el por qué es necesaria una bomba atómica. La idea tiene una aterradora lógica. La ciencia para crearla ya es real, está al alcance de cualquier físico teórico de su época con acceso a tecnología. Por lo que es inevitable, sea construida antes o después.

Por lo que es necesario sea Norteamérica la que lleve la carga de la responsabilidad a cuestas. ¿Lo es en realidad? Hay algo trágico y tremendamente doloroso en la forma en que Nolan muestra el recorrido ético y moral del proyecto Manhattan. También, como Oppenheimer debió vencer sus propios prejuicios para llegar a un punto que pudiera establecer un puente entre el conocimiento y la necesidad. El mal y el bien en la cinta están más relacionados con la cuestión que exploró Hannah Arendt —su banalidad— que con una decisión épica o colectivamente reprobable. ¿Qué llevó al científico a decidir que era inevitable?

En realidad, la cinta, que en cierta forma es un desagravio a la figura del físico, se hace las preguntas correctas. Oppenheimer sabía lo que hacía, también, la forma en que debía hacerlo. Pero los límites que, en realidad, destruiría al construir una herramienta que permitiera al hombre devastar la vida hasta las cenizas. Para el científico, el asunto era utilitario: llevar adelante la investigación mientras había ventaja, mientras podía dialogar y confiar en que Alemania tenía problemas reales para instrumentar lo básico.

No obstante, luego de ver el fuego destructor y real de su invención, de asumir la carga de una historia futura reducida a cenizas, Oppenheimer descubre su pecado. No el de ambicionar el triunfo, tampoco el de codiciar el reconocimiento, sino el de la simple vanidad de trascender.

Al final, una dura despedida a la verdad

Oppenheimer empieza y termina en puntos cercanos. La conversación entre Albert Einstein y el personaje de Cillian Murphy. Pero la carga de horror de las secuencias finales dejan una moraleja clara, temible, violenta y lista para devastar cada punto y elemento de la psiquis de Oppenheimer, el hombre. El mundo ya no será el mismo ahora que el posible final puede reducirse a una imagen. Y también, que él fue capaz de construir un puente entre la idea pura y la amenaza total. La tragedia en mal en una narración densa que se queda con el espectador muchos días después de abandonar la sala. El mayor logro de la película.


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