La política venezolana de las últimas décadas del siglo XX condujo al país a los nefastos cambios de dirección iniciados a partir de 1999. El liderazgo fraguado antes y durante los años de lucha contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y aún después del retorno a la democracia es, sin lugar a dudas y por su acción u omisión, el primer causante –salvo honrosas excepciones–de la debacle nacional que al día de hoy nos envuelve; naturalmente, la ciudadanía en su conjunto y que agrega a los medios de comunicación, a los empresarios, a los sindicatos de trabajadores, al magisterio y ante todo a los millones de electores que consciente o inconscientemente ejercieron su derecho al voto en los años transcurridos entre 1958 y 1998, también y con las salvedades del caso, tienen su considerable cuota de responsabilidad. Así las cosas, todo lo acontecido en las últimas dos décadas, tiene su raíz y explicación suficiente en un pasado político pleno de luces y sombras, de marchas, contramarchas, aciertos y errores imperdonables –si los juzgamos a la luz de las faltas cometidas y de las oportunidades postergadas una y otra vez a lo largo del tiempo–.

Sin duda alguna, a vuelta de siglo, Venezuela reclamaba un inteligente cambio político de fondo, el tránsito de la democracia formal a la esencial que quisieron adelantar las propuestas de reforma del Estado y de la Constitución de 1961 –ambas quedaron en poco o en nada–. Quienes por varios lustros tuvieron a su cargo esos necesarios procesos de renovación institucional y democrática, no pudieron –o no quisieron, según los casos–, vencer la desidia de los partidos del estatus, cuya dirigencia ensimismada no fue capaz de anticipar el destino que nos estábamos labrando como país. Así se consolidó el fracaso histórico desdoblado en más de dos décadas de ignominia, en la profunda crisis que ha venido alcanzando a todos los sectores de actividad, en la pérdida de valores morales y materiales, en la separación de las familias, en la indigencia que agobia o amenaza a más de veinte millones de venezolanos, en el predominio de la anti-política que reniega de la civilidad y ha retenido –y anulado– la esencia de las instituciones republicanas.

Pero vayamos al momento actual. El país de nuestros días aciagos no responde a la voluntad del soberano –la ciudadanía en libre ejercicio de sus derechos políticos o la libertad de elegir a sus gobernantes democráticamente–, sino a los intereses creados entre un régimen que carece de legitimidad de origen en el sistema constitucional, por una parte, y unos partidos dizque democráticos que se le oponen, por la otra. Un juego político trancado –cabe la sospecha que de manera intencional–, que mantiene en vilo a las grandes mayorías de venezolanos de buena voluntad que se afanan en restablecer el fuero institucional, la viabilidad económica y la paz social. Por lo que se refiere al régimen en funciones de gobierno, es manifiesta la ausencia de gobernabilidad en un país domeñado por la anarquía, así como la falta de capacidad de sus funcionarios para dar rendimiento alguno y de tal manera resolver los problemas que abruman a la población –en especial a los menos favorecidos–. Y en cuanto a los partidos de oposición y sus dirigentes actuales, es igualmente manifiesta la absoluta desconfianza que –con escasas excepciones– han cultivado sus oscuras actuaciones y dislates en el ánimo del electorado nacional.

Llegamos, pues, a una primera conclusión: sin la plena confianza en el dizque liderazgo opositor, no puede haber elecciones libres y transparentes. La sospecha que se cierne sobre muchos líderes opositores de la hora actual –aquellos que todo indica se representan a sí mismos– exige buscar una fórmula idónea que pueda eficazmente despejar las aspiraciones de quienes mayoritariamente se pronuncian por un cambio de fondo que incluye al liderazgo, en contradicción con un “entendimiento” antidemocrático que por lo visto intenta dejar las cosas como están.

Una segunda conclusión aparecerá después de responder a la pregunta: ¿cómo puede construirse un gran acuerdo nacional entre factores políticos –incluidos los adalides del régimen– que pretenden gobernar el país sin haberse ganado la confianza y el respaldo del soberano? Lo crítico del acuerdo es que sin él –quede claro que deben suscribirlo todos y cada uno de los sectores de la vida venezolana– no será posible lograr las condiciones mínimas de gobernabilidad que exige un país llamado a reedificar sus instituciones políticas, a recuperar su economía y a proveer empleo y condiciones mínimas de bienestar a una población mayoritariamente desatendida.

El ejemplo dado en semanas recientes por la llamada oposición al régimen ha sido de una pobreza inaudita: intereses mezquinos de grupos autoproclamados como redentores de la dignidad nacional, aspiraciones inconfesables de algunos personeros de los partidos, falta absoluta de espíritu público, incomprensión del profundo dolor que viven quienes “no comen completo” ni tienen posibilidades para atender sus necesidades básicas de salud, son apenas algunos rasgos de lo que venimos comentando. Fueron incapaces de construir entendimientos imprescindibles en el juego democrático.

Creemos que el primer consenso opositor debe expresarse alrededor de sus propias falencias, esto es, reconocer con la debida humildad que como oposición política no ha dado la talla en múltiples ocasiones y por tanto ha perdido credibilidad entre la gente común, que es abrumadora mayoría. A partir de allí podría plantearse algún mecanismo que permita identificar al líder genuino que el momento reclama–incluso al sujeto de la transición, si fuere procedente–, en contraste con el que pretenden lanzar los agavillados que se constituyen en plataformas electoreras –concordantes con las exigencias del régimen– y grupos aislados del verdadero sentir venezolano.

 


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