Olvidar el pasado, viejas y dolorosas heridas, con frecuencia resulta sanador. Recordar el pasado, aun el más remoto y pretérito, aquel cuyas puertas solo pueden ser franqueadas mediante estados alterados de conciencia, puede también sanar. Es necesario, adicionalmente, perdonar y perdonarse, cabría añadir. Olvidar y recordar vienen a ser palabras claves en todo proceso de sanación.

Muchas veces se requiere olvidar detalles escabrosos, tóxicos o innecesarios, aunque su calificación como tales no sea un proceso fácil ni totalmente objetivo. A la vez es preciso recordar acciones, rostros, personajes o procesos relevantes. Para que ambas tareas resulten fructíferas, entre el olvido y el recuerdo debe mediar la comprensión, el entenderse y el querer superar lo superable.

Estas posiciones sobre el olvido y el recuerdo pudieran sintetizar procedimientos diversos de la cura del alma, de la psique individual, de las personas heridas y traumatizadas por experiencias demoledoras, incluso por aquellas que la memoria y la conciencia no logran precisar ni incluso siquiera delinear mediante vagos contornos.

Olvidar el pasado y cancelar sus fuerzas (que pueden actuar en algunos casos como centrífugas y en otras como centrípetas) y su poder paralizante estarían entre los primeros pasos para alcanzar la plenitud personal o, al menos, una existencia más tranquila. No obstante, casi se pudiera decir lo mismo de recordar el pasado, sus mismas fuerzas redentoras, su poder de reafirmación y liberación sobre todo al alimentar la individualización y las identidades.

Estas ideas, traspasadas del ámbito individual (ser) y personal (ser social o ser con otros) al colectivo, aunque pudieran ejercen roles similares requieren de precisiones, matices y diferencias. El olvido y el recuerdo inapropiado pueden ser letales para una colectividad; pero lo contrario tiene los mismos efectos: la memoria y el recuerdo apropiado pueden ayudar a una sociedad a reafirmarse y avanzar, a actualizarse y no estancarse.

El pasado tiene un papel importante en la comprensión y valoración del presente y en la construcción del futuro. Obviamente, no se trata de que la historia se repita ni de que sea realmente cíclica, aunque haya evidencias de posibles ciclos históricos sobre todo al evaluar grandes períodos y al comparar diversas culturas y civilizaciones. La utilidad de la historia para el futuro es, en esencia, la posibilidad de contextualizar la actualidad en y desde una perspectiva histórica, en otras palabras situar conscientemente el presente en un continuo espacio-temporal necesario para una aproximación prospectiva al futuro.

Lo peor que le puede suceder a una sociedad es carecer de un proyecto histórico, ya sea implícito en la fuerza de sus recursos culturales y representado en su identidad o explícito, lo cual no deja de tener dificultades a la hora de establecer la instancia o las personas encargadas de elaborar tal proyecto. En sociedades que han delegado el poder al Estado se corre el riesgo de que los grupos que lo controlen sean quienes lo impongan rechazando incluso la opinión de sabios y expertos, mientras que en aquellas que no lo han hecho (como las sociedades de pequeña escala, locales o impropiamente llamadas tribales) existe el peligro de que el proyecto se difumine ante la multiplicidad de opiniones y la falta de consensos. En todo caso, el conocimiento de la historia, la perspectiva histórica y las identidades que el conocimiento del pasado refuerza y consolida son tres elementos esenciales para entenderse como sociedad y, por tanto, poder proyectarse.

Un ejemplo reciente de desprecio a la conciencia histórica para la construcción de un proyecto común, en parte forzado por resistencias y sesgos antirreligiosos, fue la negativa de los gobiernos de Europa a incluir una referencia a sus orígenes cristianos en el preámbulo de la proyectada constitución europea.

En el futuro se podrá interpretar de manera más amplia y adecuada esa renuncia a admitir la influencia cristiana en la construcción de Europa a partir, fundamentalmente, de la Edad Media, lo que no implica renunciar o encubrir los muy importantes orígenes precristianos o no cristianos del continente y las culturas europeas. Llegado el momento de un balance crítico y sereno, dicha negativa pudiera ser vista como un error de perspectiva y conciencia histórica. En esa coyuntura de revisión es posible que las crecientes migraciones a Europa y los conflictos étnicos, culturales y religiosos que ya han comenzado se sientan con más fuerza y generen, a su vez, más incertidumbres e inestabilidad. Será entonces una Europa sacudida por cambios y reajustes, debilitada e impelida a hacerlos desde dentro, pero como una fuerte e ineludible implosión. Esas transformaciones se pudieran interpretar, en cierto sentido, como una presión para establecer una especie de sincretismo transitorio sustitutivo y a “mestizarse” (para aludir al uso ideológico y tendencioso de este término en la historiografía y el pensamiento latinoamericano), como forma de encubrir una diversidad que entonces será cada vez mayor junto a la amenaza de fundamentalismos que ya han comenzado a sembrar preocupación en diversos analistas, autoridades y grupos sociales.

La idea de la Europa cristiana permitiría cohesionar identidades que a mediano plazo pudieran verse cuestionadas y negadas, por decir lo menos, y ofrecer una plataforma ideológica y simbólica para afrontar los retos de una redefinición multicultural en amplio sentido. No aludo, por supuesto, a sentimientos supremacistas, xenófobos y racistas, sino más bien a la cohesión cultural; sin excluir la necesaria autocrítica de una civilización que en el pasado justificó prácticas como la esclavitud, las persecuciones étnicas y culturales, el racismo y el imperialismo, entre otras.

Un ejemplo de lo contrario, es decir de la necesidad de olvidar el pasado para redimensionarlo, es el culto a la personalidad que en muchos países se les rinde a personajes históricos. En Venezuela hemos sido víctimas y a la vez victimarios de una manipulación sostenida de la figura de Simón Bolívar y de una visión desenfocada o interesada, cuando no meramente incompleta o insuficiente de su legado y de sus ideas. El uso político de Bolívar ha sido una constante republicana que daña la conciencia histórica, más allá de la ingenua simpleza de asumir que ideas tomadas de manera desorganizada de sus escritos se pueden proponer –más que como frases lapidarias– como análisis completos y suficientes de realidades y fenómenos distintos a los de su contexto de hace dos siglos y sin la debida ponderación de los principios, premisas y circunstancias que les subyacen.

Se debe permitir que el Libertador y sus huesos descansen en paz, no para olvidar la herencia espiritual e ideológica de Bolívar, sino para entender plenamente y en su completitud su figura histórica, su obra, su pensamiento y su proyección. Hacerlo es una tarea cada vez más pendiente en un país que lleva su nombre aunque no se sabe muy bien por qué o para qué, pues las contradicciones emergen por doquier.

Recordar y olvidar el pasado no a conveniencia ni para desconocerlo sino para entenderlo y asumirlo a cabalidad son las dos caras de la moneda de la importancia de la historia en el presente y para el futuro.

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