Amigos lectores, permítannos encabezar este escrito con una exclamación. Creemos que bien se la merece, como también el calificativo de divina aplicado a la naturaleza, pues esta fue una generosa creación de Dios, sin que nadie se lo hubiese pedido. Admirablemente perfecta, digna de la más alta admiración. Por todo eso, una divinidad.

Nuestra existencia, nuestra vida, es un preciado don que también gratuitamente se nos ha dado, y transcurre toda sobre la Tierra y dentro de aire cobijada, pues, por la atmósfera que nos provee el oxígeno, elemento esencial para nuestra subsistencia. Los seres humanos, como parte que somos de la naturaleza, vivimos en uno de estos dos ambientes: en ciudades o en campos, dos escenarios, si no totalmente opuestos, sí, al menos, con inocultables diferencias; cada uno con sus ventajas y desventajas, pues la perfección no se ha hecho presente en ninguno de estos dos espacios.

Indudablemente, en los campos las personas están más inmersas en la bella naturaleza, pues ella las envuelve en su seno y en ese acogedor ambiente, conviven con los otros seres de la creación estableciéndose una reciprocidad y hasta un fortalecimiento. Allí, el campesino, rodeado de más silencios que en las ciudades, disfruta de la misteriosa lluvia, de ese parto virginal de las nubes y se solaza en su contemplación, consciente de que ese racimo de lágrimas está fecundando gratamente sus siembras.

Igualmente, se deleita al convivir con la romántica y misteriosa noche, su penumbra le obliga a tender miradas hacia el cielo y, así, admirar el hermoso firmamento.

Ciertamente, en los campos está el sustento de nuestras vidas. De donde  provienen todos los alimentos, todas las proteínas de origen vegetal y animal. También está allí el preciado líquido en forma de ríos, manantiales, cascadas, quebradas, lagos y lagunas para que el hombre se sirva de ellos a sus maneras. Todo lo cual integra armoniosas formas con praderas, colinas y relieves que realzan las inenarrables bellezas del campo.

La naturaleza es, pues, una prodigiosa riqueza. ¿Qué hemos hecho los seres humanos para recompensar semejantes dones? Hemos hecho la civilización, pero no basta. Necesario, y muy importante, es protegerla en las tantas formas como la ciencia nos lo ha indicado, pero no contamos aún con la responsable disciplina para acatar esos mandatos. Atengámonos a las consecuencias.

En fin, contamos con el campo para nuestra sobrevivencia. ¿Qué nos falta por hacer? Bregar, trabajar y producir para proveernos, para satisfacer las necesidades propias y también para exportar. Dios cumplió, ahora nos toca a nosotros.

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