Ante la gravísima y progresiva crisis nacional la posición de los obispos es clara y firme: “Exigimos una vez más auténticas elecciones libres y democráticas para constituir un nuevo gobierno de cambio e inclusión nacional que nos permita construir el país que todos queremos”. Añadimos: “Se hace necesaria la salida del actual gobierno y la realización de elecciones presidenciales limpias, en condiciones de transparencia y equidad”.

Lo leemos en el reciente documento del Episcopado venezolano (Tu Dios está contigo…,10 de julio). No es la primera vez que plantean una tal exigencia; ya lo habían hecho en las asambleas de enero de 2020 y julio de 2019. Lo repetitivo se explica por la persistencia y aceleración de la crisis, que lleva dos décadas y ha llegado a niveles insoportables.

En efecto, en Carta fraterna del pasado 10 de enero, a propósito de los atropellos a la Asamblea Nacional, los obispos reafirmamos lo dicho en la Exhortación del 12 de julio de 2019: “Ante la realidad de un gobierno ilegítimo y fallido, Venezuela clama a gritos un cambio de rumbo, una vuelta a la Constitución. Ese cambio exige la salida de quien ejerce el poder de forma ilegítima y la elección e en el menor tiempo posible de un nuevo presidente de la República”. No se trata, obviamente, de una elección cualquiera; ha de ser libre y debe responder a la voluntad del soberano (CRBV 5). Para ello es preciso atender a ciertas condiciones, que se consideran indispensables: nuevo Consejo Electoral imparcial, actualización del Registro Electoral, voto de los venezolanos en el exterior, supervisión de organismos internacionales tales como la ONU, la OEA, la UE; y, por supuesto, cese de ese esperpento que es la asamblea nacional constituyente, con todas sus letras, mantenida como una herramienta amedrentadora, especie de elefante agresivo en una cristalería de legalidad. Es menester tener presente que un cambio presidencial como el mencionado está posibilitado por los artículos 70 y 71 de nuestra Constitución.

La Conferencia Episcopal recoge en el documento de hace dos semanas un clamor nacional: “Los venezolanos queremos vivir en democracia”. De allí la necesidad de elecciones (opción realmente libre), que no se reduzcan a meras votaciones (acto propiamente físico). El régimen, es cierto, ha convocado a elecciones parlamentarias, pero tejiendo una urdimbre de trampas e ilegitimidades: instrumentación de un TSJ sumiso y de un CNE a su medida, confiscación de partidos políticos, persecución a disidentes, compra de conciencias ¿Es de extrañar entonces que crezca la desconfianza y se genere masiva abstención? En ese mismo documento se denuncia la inmoralidad de maniobras contra la solución social y política de la crisis, así como del cinismo de políticos que se prestan a tan desvergonzado juego, con lo cual se consolida el régimen totalitario.

Y aquí viene una denuncia particularizada del Episcopado, que se justifica por el protagonista y la gravedad de la amenaza: “La negativa del ministro de Defensa a aceptar un cambio de gobierno es totalmente inconstitucional y, por tanto, inaceptable”. Ello implica un alineamiento de la Fuerza Armada con una parcialidad política y la exclusión de una entrega del poder a quien piense distinto.

¿En qué marco situacional exigen los obispos el cambio de régimen? El de un “caos generalizado”, empeorado por la pandemia, en el cual sobresalen, entre otros factores: descalabro de servicios públicos básicos, acción política divorciada del bien común y del desarrollo, inseguridad e indefensión de la gente, economía inflacionaria y dolarizada, empobrecimiento de la población, educación paralizada, debilidad del sistema de salud, drama de los emigrantes que vuelven al país, escasez de gasolina y de otros insumos, ausencia de estado de derecho, violaciones de los Derechos Humanos (aplicación de torturas…), endurecimiento dictatorial, persecución de la disidencia.

«No podemos quedarnos de brazos cruzados”, claman los obispos. El Evangelio no es algo etéreo, sino muy exigente respecto de toda realidad, en particular la política; y el servicio pastoral, religioso y moral, que ellos prestan tiene que ver con la suerte temporal de creyentes y no creyentes. El mandamiento máximo de Jesús, el Señor, es el amor, el cual no se reduce a simple sentimiento, sino que entraña serio compromiso.


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