Indudablemente estamos en Venezuela en una profunda crisis política con graves repercusiones en lo social, cultural y económico. Los indicadores socio-económicos nos muestran la colosal tragedia que viven la inmensa mayoría de los venezolanos. Lo peor es que el Estado ni su régimen actual no tienen capacidad para enfrentarla, ni existe voluntad para corregir las erráticas políticas públicas.

Pero, además, de esta disfuncionalidad estatal, se suma la vetusta concepción política del “centralismo democrático”, que no es nada más que el mando de una cúpula que disfraza de democrática la ejecución de las tareas políticas, a través, de colectivos o pomposas concentraciones o congresos, en las que ni se discute ni hay posibilidad de disentir, todo va por una línea.

Debemos reconocer, que la crisis que se presentó en el país en la década de los ochenta no fue correctamente manejada, se clamaba a `por una profunda reforma del Estado y un nuevo pacto social, en virtud de ese déficit de respuesta real, la mayoría nacional se encandiló con el discurso de redención social, que lejos de enfrentar la crisis, la atizó con más fuego. Como consecuencia se agudizó, presentándose una situación de ingobemabilidad de nuestra sociedad y una profunda deslegitimación del sistema político, en especial, de la democracia representativa.

La clase política aún no ha entendido las raíces del problema, por lo que no tiene sintonía con la sociedad o las masas, el modelo político venezolanos de agotó y requiere una renovación del pacto social, que busque en la modernidad el bien común. Hay el riesgo, como en otros escenarios, que la masa social está dispuesta a sacrificar sus libertades si hay garantía de seguridad del funcionamiento social. Esas formas de dirección política son temporales, pues, los límites a la libertad frenan el desarrollo de la personalidad, también al crecimiento y progreso social. Pronto sucumben.

Frente a la crisis de la democracia formal y representativa se ha opuesto la democracia directa. Pensamos, que la democracia directa, dada la complejidad de nuestras sociedades, hace imposible su realización, la experiencia histórica nos ha dicho que el empleo populista de esa forma ha permitido la justificación de regímenes antidemocráticos. Consideramos, en primer, lugar, que debe haber una profunda reflexión acerca de la democracia. Una auténtica democracia no es sólo el resultado de un respeto formal de las reglas, sino que es el fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran los procedimientos democráticos: la dignidad de toda persona humana, el respeto de los derechos del hombre, la asunción del bien común como fin y criterio regulador de la vida política. Esto implica un nuevo pacto social fundado sobre el consenso nacional. Si no existe un consenso general sobre estos valores, se pierde el significado de la democracia y se compromete su estabilidad.

Este consenso debe comprender un pacto social sobre la funcionalidad de la democracia en su aspecto moral y político. Debe establecerse con claridad la eliminación de los flagelos que desvirtúan la función pública y empobrece a la democracia. Entre las deformaciones del sistema democrático, la corrupción política es una de las más graves porque traiciona al mismo tiempo los principios de la moral y las normas de la justicia social; compromete el correcto funcionamiento del Estado, influyendo negativamente en la relación entre gobernantes y gobernados; introduce una creciente desconfianza respecto a las instituciones públicas, causando un progresivo menosprecio de los ciudadanos por la política y sus representantes, con el consiguiente debilitamiento de las instituciones. Este pacto social implica leyes fuertes y control democrático del ejercicio del poder y la hacienda nacional.

La representación debe concebirse bajo una forma diferente, no solo a través de los partidos políticos, que, deben asumir un formato nuevo y auténticamente democrático que interdicte el caudillismo; también, de formas sociales organizadas. Los representantes deben ser controlados por leyes fuertes y control democrático social.

Este nuevo pacto social debe partir de una reforma constitucional que actualice la dimensión de los derechos individuales y sociales, consagre la buena administración y genere eficientes instituciones para la participación ciudadana en las grandes decisiones del Estado. Debe desmontarse el centralismo en todas sus manifestaciones, dando fuerte impulso al municipio, en el marco de un proyecto nacional de desarrollo regional equilibrado. El Estado debe fomentar la cultura cívica y política en función del bienestar común, obviamente, todos los instrumentos de participación deben converger a formar esa cultura de la función pública como servicio y deber del control ciudadano. Obviamente, pasa por un pacto político serio y sincero al servicio nacional.


Rodrigo Rivera es doctor en Derecho. Miembro fundador del capítulo España. Bloque Constitucional

 


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