José Ignacio Cabrujas

Esta y las próximas entregas tratarán sobre el teatro en Venezuela a partir de la segunda mitad del Siglo XX y parte del XXI. Son y serán algunas noticias del teatro en nuestro país que deseo dejar por aquí como las flores que son y que deseo compartir. Esas noticias y las divagaciones al respecto van dedicadas especialmente a quienes se inician en el Oficio del Teatro, así como a la creciente cantidad de docentes y otros adultos que abrazan esta disciplina artística como una manera asertiva de hacer más amplio y hondo el proceso continuo de enseñanza-aprendizaje, personas que descubren lo maravilloso que tiene para la vida el poder de actuar. Previamente, un par de umbrales necesarios: sociedad y cultura.

Somos herederos de occidente y nuestro país sigue siendo entrada favorecida al continente. Así, el teatro hecho en Venezuela -como otras tantas creaciones propias del ingenio humano- ha estado expuesto a la recepción de corrientes de pensamiento y acción venidas de todas partes del planeta. ”La variedad expresiva de nuestro teatro le debe mucho a la convergencia de todas las corrientes del teatro occidental contemporáneo”, refrendamos esta cita de la investigadora venezolana Dunia Galindo. Por entre las fronteras líquidas, por entre los límites invisibles y de esas corrientes, ha estado hecho y está compuesto el teatro producido en la Venezuela de esta aldea global, de este mundo contemporáneo cada vez más cosmopolita.

El 13 de septiembre de 1987, nuestro inolvidable Maestro José Ignacio Cabrujas, entrevistado por Marcel Granier en su Programa Primer Plano -que se transmitió por el canal 2 de RCTV-, decía: «Lo que le hace ser maravilloso al venezolano es su falta de autenticidad. Aquí hay unas gentes que quieren erudizarnos a los venezolanos, que quieren convertirnos en unos ciudadanos de arepa y de maíz y de cogollo. Cuando el venezolano es un noruego, o un checo, o un danés, o un ruso… lo que tú quieras. Nosotros somos -los latinoamericanos, diría yo, extendiendo el concepto- los ciudadanos más privilegiados del mundo. Porque nosotros somos los únicos ciudadanos universales que existen en el planeta tierra. Mucho más universal es un venezolano que un francés, lo cual no significa que sea más culto. A lo mejor un francés puede ser más culto porque hay unas formas y unas organizaciones, una economía y una historia. Pero, un venezolano tiene, evidentemente, mayor capacidad de comprender la humanidad que un europeo. Porque un francés es simplemente un francés y no más que un francés. Pero un venezolano es un francés de paso y un noruego también, pero es de paso un indio y de paso un negro también. Todo eso es. Nosotros deberíamos de usar ese derecho a la cultura que nos dio la historia… El derecho a la cultura y no andar buscando la autenticidad. Si nosotros tenemos el sello de que somos unos copiones del mundo, o sea, una gente que se copia de todo el mundo, bueno, estupendo. Eso es lo que nosotros somos y a mucha honra. ¡¿Y cuál es el problema, pues?!»

Los tópicos que han ido imprimiéndose en nuestra historia, cincelando nuestra cultura -junto a esa mayor capacidad de comprender la humanidad mencionada por el Maestro Cabrujas- conforman nuestros talentos. Al igual que nuestros particulares rastros, los efluvios foráneos, han sido y son parte de nuestras vidas y de nuestro teatro, de nuestro hacer teatral venezolano, de nuestro teatro nacional. Nuestro acervo cultural, en constante movimiento, conforma el ser que somos y le añade peculiaridades al teatro hecho acá.

Nuestro teatro se nutre y, a la vez, es expresión de ese conjunto de emociones de formas abiertas. Siempre en intrigante y permanente maceración, en dinámica combinación de presente, pasado y futuro; con sus aciertos, sus errores y sus contradicciones, en vibrante creación.

Somos esa mezcla de indio, de negro y de español, sí. Derivamos de ese mestizaje, sí. Somos esa diversidad. Esa mixtura ha estado acicalada en los años más recientes con la presencia sucesiva de personas, de grupos humanos venidos de los más distintos puntos del planeta: España, Portugal, Italia, Grecia, países árabes, China, Colombia, Chile, Perú, Ecuador, Uruguay, Argentina, por mencionar solo algunas migraciones recibidas. Cada uno de esos exilios con sus ideas, pasiones, sueños, modos, historias, costumbres y tradiciones, virtudes y defectos, le han puesto sus emociones y sus razones, sus sazones, a nuestra cultura, a nuestra historia y también les han dado vida a nuestras artes escénicas en sus más diversas expresiones: teatro, títeres, marionetas, cómicos de la legua, danza, ballet, circo, teatro de calle, desfiles y procesiones, ritos, diversiones y otras fiestas populares.

«No hay pueblo en el mundo que no surgiera de componentes humanos diversos», como ha dejado escrito nuestro humanista José Balza en su alentador libro titulado Los siglos imaginantes. No hay pureza alguna, pues. Ni mucho menos virginalidad. Somos cada vez más cosmopolitas. Hay paisaje y caminos, hay flores y también sapos, montes y culebras. Hay alfarería y hay ollas. Hay claroscuros, hay mezcolanza, hay puchero, cocido y olla poderida. Hay sombras. Y luces. Hay un conjunto de suculencias más o menos armonizadas. Hay unos papeles escritos, amarillentos con el tiempo. Hay voces que corren y hay gestos. Movimientos, acciones y personas. Hay teatro, pues.

La siempre dinámica y contrastante combinación de unos y otros elementos conforman nuestra cultura y también nuestro teatro. Nuestros elementos propios, mezclados con esas corrientes venidas de otras partes del mundo, condensan viejas, nuevas y hasta renovadas formas de concebir la vida, de forjar y re-crear nuestros fondos y formas escénicas; de imaginar y hacer teatro.

El teatro entendido como uno de los generadores más importantes de imaginarios humanos; como espacio para lo fantástico y lo inimaginable; como pasaje de la oscuridad a la luz para regresar a las sombras y seguir encendiendo; como discurso social para la coincidencia o la disidencia; como medio de difusión de ideas y emociones; como ejercicio de comunicación y entendimiento; como una de las formas más antiguas y más excelsas del ingenio humano: como acción cultural; como hechura vital; como espejo turbio.

La opacidad de este espejo tiene que ver con nuestra poca o mucha aceptación del ser que somos; con nuestras miradas fijas o esquivas, en picado o en contrapicado hacia los héroes, los caudillos, los salvadores, o hacia los poetas, los artistas, los humanistas; así como con el variable conocimiento o la versátil intuición que tengamos de nuestra civilidad y de nuestra historia espiritual y cómo ponemos todos esos contenidos en una balanza propicia para continuar con los encuentros, la armonía, la concordia y el avance, o no. El teatro también hace esa historia y, al mismo tiempo, la representa.

La cultura es un tramado hecho con todas esas corrientes, con todos esos hilos, con todas esas cintas de distintos colores venidas de por aquí y de por allá en un ejercicio permanente y muy activo de pensar, de proceder, de imaginar, de crear y re-crear.

Cuando hablamos de cultura, queremos referirnos a su sentido antropológico, a su sentido más amplio. Como alguna vez escribió el Maestro argentino Ezequiel Ander-Egg: «nos referimos a aquello que engloba todo lo que el ser humano ha añadido a la naturaleza: modos de vida, modelos de pensamiento y acción, técnicas, objetos materiales, arte, etc. En suma, la totalidad de formas de ser, pensar y actuar, de producir y consumir, el arte y la manera de vivir.»

A esta concepción de la cultura, siempre resulta oportuno sumarle la noción de cultura constructiva. Que -como lo escribió el especialista español Manuel Ruiz Romero- «se refiere a la idea de la cultura como creación de un destino personal y colectivo. Una cultura subsiste cuando, sin perder el sentido del pasado, actualizado en tradiciones vivas y en pleno desarrollo, es capaz de cambiar y de mantenerse en movimiento hacia delante, de estar ligada al futuro. Como persona o como grupo humano uno sólo se liga al futuro cuando se tienen esperanzas e ilusiones, y cuando se quiere influir en lo por-venir mediante creaciones nuevas enraizadas en lo que se ha sido y lo que se está siendo… Elaborar una cultura que ya no esté hecha sólo de respuestas provenientes del pasado, sino también de interrogantes que plantean el reforzamiento del sentido de ciudadanía y la invención del futuro. Una cultura que ya no es un ornato de unos pocos, sino la posibilidad del desarrollo humano de todas y todos; una cultura que no encierra al ser humano en sí mismo, sino que lo abre a una creación sin fin del futuro por la emergencia poética y profética de lo que hay de divino en el ser humano…  Esto significa crear, a partir de las iniciativas de la base, y a todos los niveles de la economía, de la política, de la educación, de la cultura, pues, individuos y agrupaciones responsables que tomen a su cargo su propia vida para redefinir los fines humanos de cada actividad social y sus métodos de organización y de gestión, que se empoderen de sus propias condiciones creadoras» que es patrimonio de todos los seres humanos y que ¡de paso! puede ayudar a llevarnos como país y como región al asentamiento de una moral más autónoma que heterónoma, de una vez por todas.

Nos magnetiza apreciar cómo lo cultural hace a la totalidad de la vida y cómo las acciones culturales ayudan a que cada persona sea capaz de transformar su cotidianidad, en cuanto que se enriquece como individuo, desarrolla su personalidad y asume un papel protagonista en la realización de su propia vida y de la vida de su propio entorno en un ejercicio de empoderamiento. Empoderamiento que, feliz e indefectiblemente, nos conduce al ejercicio de una cultura inteligente en la actual sociedad del conocimiento que se vive en nuestra aldea global, en la antigua y siempre renovada danza de la vida, en el gran teatro del mundo.

Por cierto… si la cultura formara parte conscientemente seria de nuestras vidas, si nuestros gobiernos y decisores consideraran a la cultura como eje transversal de nuestras políticas públicas, entonces, más temprano que tarde y de una vez por todas, comenzaríamos verdaderamente a estimar el crecimiento económico con base en el desarrollo humano. Es en este punto donde se crecen los conceptos de cultura inteligente, así como el de educación permanente y no formal para el desarrollo humano en la búsqueda de una distribución más equitativa del conocimiento y de un ejercicio más democrático del ingenio. Y es aquí donde la poesía, el teatro, las otras disciplinas artísticas y las ciencias, como componentes de la cultura, se convierten en medios claves para el desarrollo de sociedades educativas, de comunidades creativas, tal como se aspira en el informe a la UNESCO de la Comisión Internacional sobre la Educación para el Siglo XXI, presidida por Jacques Delors.

Personas, emociones, ideas, historias, religiones, lenguas, idiomas, costumbres, tradiciones, idiosincrasias, patrimonios, nuevas tecnologías y nuevos horizontes, han sido, son y seguirán siendo bastimento de nuestra cultura y de nuestro teatro, como cintas de colores que se entretejen. A este entramado magnífico se le empalman varias auténticas revoluciones contemporáneas: la microelectrónica, la feminista, la ecológica, la política y la paradigmática, como ha dejado escrito el Maestro chileno Fernando Mires en su libro La Revolución que nadie soñó.

La cultura, pues, es cimiento de nuestras vidas, fragua para nuestras competitividades. Elemento central presente en los pequeños y en los grandes detalles de nuestra existencia ¡y en el teatro también, por supuesto!

www.artesacopio.com


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