Después de semanas de adormecimiento, la dinámica política venezolana cobra algo de auge a raíz del proceso de elección del Parlamento y la denominada consulta popular promovida por la oposición. Muchos han sido los análisis que se derivan de ambas acciones. Lo cierto es que al menos preliminarmente son pocos los elementos sobre los cuales pudiera haber alguna manifestación de optimismo o emitir algún tipo de celebración. Ni el país está mejor, ni tampoco hay razones para celebrar. La debacle estructural parece continuar, al menos hasta nuevo aviso.

No obstante lo anterior, conviene analizar hasta qué punto la “elección” de la nueva Asamblea Nacional tendrá alguna incidencia en el plano económico venezolano. Después de todo, es precisamente en el campo de la economía en donde el venezolano de a pie más sufre su desespero. Luego de años de hiperinflación, decrecimiento, escasez, destrucción del poder adquisitivo, el tema económico constituye uno de los pivotes y principales preocupaciones de los venezolanos. Y con sobradas razones.

Como punto preliminar, debe decirse que difícilmente el Parlamento por sí solo vaya a solucionar cualquiera de los problemas de los que adolece la economía venezolana. La crisis es estructural, y ante la falta de consensos entre los factores de poder es prácticamente imposible que una institución del poder público, por sí sola, enrumbe el destino torcido de la nación. La nueva Asamblea, además, tiene el mismo plomo en el ala del que adolece la presidencia de Maduro: la falta de legitimidad y el reconocimiento universal, especialmente por parte de Estados Unidos, Europa, y quienes integran mayoritariamente el continente americano.

La nueva elección del Parlamento, paradójicamente, no iba destinada a buscar el reconocimiento y la legitimidad de los factores de poder antes mencionados. Por el contrario, deliberadamente, el chavismo reconoce que poco o nada tiene que buscar entre las llamadas democracias liberales del mundo porque su proyecto se enrumba a otros derroteros que poco tienen que ver con las tradiciones políticas occidentales. De allí que la Asamblea Nacional, ante todo, se dirija a obtener el reconocimiento y la venia de los aliados del gobierno, los cuales radican esencialmente en Asia y África, teniendo en la cabeza principalmente a China, Rusia, Turquía e Irán, y que desde el punto de vista numérico cuadruplican la cantidad de países que desconocen la legitimidad del gobierno venezolano.

Habrá quien diga que la política exterior no se mueve como un modelo de Naciones Unidas, y que poco importa el apoyo de los pequeños países mientras se cuente con el respaldo de los principales del llamado “mundo libre”, a la mejor usanza de los tiempos de la guerra fría. Lo cierto del caso es que esas naciones aliadas de la causa democrática no parecen tener mucho interés de promover sus valores dentro de Venezuela y apuestan por una solución interna del conflicto nacional, mientras que los aliados de Maduro sí parecen estar tomando activamente partido dentro de la dinámica del país.

Esa participación activa tiene precisamente dentro de sus aristas al área económica. Ya incluso antes de las elecciones parlamentarias los aliados de Maduro han venido negociando la adquisición y traspaso de diversos activos, empresas y servicios que anteriormente estaban en manos del Estado venezolano, pero que actualmente no tienen viabilidad en sus manos y deben ser cedidos a terceros. El puntal de dicho proceso se alcanzó con la ley antibloqueo, pero ahora, con el Parlamento en manos del oficialismo, el proceso regulatorio se facilita mucho más. Al menos en las formas, y de cara a los requerimientos mínimos que satisfagan las exigencias de los aliados. No es casual que desde el seno del gobierno se esté hablando de reformas fiscales, simplificación de trámites administrativos y procesos de acceso del capital privado y hasta reformas del Código de Comercio. Nada de eso es casual y se enmarca dentro de este nuevo paradigma y rumbo que desde algunos factores de la coalición de poder se intenta emprender.

Por supuesto, ello por sí solo difícilmente se traduzca en una mejoría inmediata del país, porque el desmantelamiento institucional es tal que lamentablemente el tejido económico no tiene suficiente abono para florecer. Adicionalmente, en la coalición de poder tampoco existe la convicción absoluta de enrumbar el país hacia ese proceso de reformas, y aunado con el delirio soviético de los ortodoxos también se une el potencial impacto de las sanciones internacionales, aunque ya se empiezan a dar algunas muestras de posibles flexibilizaciones, y en la práctica los aliados de Maduro las desafían, especialmente después de los resultados de las elecciones presidenciales de Estados Unidos de noviembre de 2020.

Dicho esto, salvo un giro de timón inesperado –que siempre es posible en esta Venezuela– el nuevo Parlamento profundizará en materia económica lo que ya venía haciendo el gobierno por la vía de los decretos y a través de la denominada Asamblea Nacional Constituyente. Se seguirá con el maltrecho proceso de reformas a través del cual se garantice la continuidad en el poder, cediendo a los aliados privados todo aquello que sea posible con tal de garantizar la permanencia en el mando. En el camino, la arbitrariedad continúa. Los derechos humanos quedan en el olvido, y lo más importante, la democracia, la alternabilidad, la crítica y el disenso real, siguen sin ser bienvenidos. Ese parece ser el plan.


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