Hoy es primero de diciembre. Me despierto ante el mismo Ávila que anoche me permitió ver cómo nacía una maravillosa luna llena. Son dos noches de luna crecida que nos brinda diciembre. Este mes, al igual que en los últimos años, trae consigo una nostalgia obligatoria. Ya no son iguales los días que llega Pacheco a Caracas ni la aparición del capín melao, la flor que decora nuestra majestuosa montaña durante la Navidad. Las huellas recias del espacio y tiempo se han encargado de borrarnos ese suspiro maravilloso que nos sitúa ante un mes de tregua, de alegría, de paz, donde todo descansa por un periodo. Nos preguntamos, para qué la diatriba, para qué angustiarse, es la época de la unión, de la amistad, de respirar profundo y ser consecuente con la buena vida. Sin embargo, aunque el esfuerzo mental esté allí, no siempre es posible esa sincronía entre el mes que llega y la alegría que traía consigo. Estamos ante un fin de año tortuoso, la pandemia nos doblega, nos hace cautelosos, estamos como esperando un zarpazo sorpresivo mientras esperamos el anuncio de que la vacuna es real y que nos ataje el susto por estos tiempos. Mientras tanto, otras razones objetivas para que millones estén tristes, la economía, la política y además, la ausencia inevitable y para siempre de muchos seres queridos, pero también, los que se fueron del país y que no se deberían haber ido.

Imperdonable, cada vez que pensamos que la familia venezolana se ha desintegrado, que la ausencia es sufrimiento para los que se han quedado sosteniendo las bases de un hogar que se niega a la entrega final. Aquellos que se fueron, por tierra, mar y aire con la diáspora, que no podrán estar en su país y aunque estén bien, las Navidades nunca serán las mismas. Es que este cronista ha pasado muchas Navidades fuera de su tierra y nunca se celebran con la emoción, alegría y cordialidad de esta nación de gracia y en desgracia en estos tiempos. No importa el lugar, el clima o el ambiente, nunca es el mismo. La distancia de los hijos convierte esa mesa navideña en un espectáculo en decadencia, aunque intentemos hacer creer que todo sigue su cauce, que la tecnología nos unirá otra vez en esta Navidad, ya no es igual.  Los ausentes en otras tierras sufren al igual que los que se quedaron.

Por eso insisto en decir que es la emigración de venezolanos el costo más alto que ha pagado la república en estos últimos años. Estoy convencido de que, aunque costará muchos años enmendar la plana de tanta improvisación, los problemas económicos, políticos y sus secuelas sociales se superarán a mediano plazo. Sin embargo, la sustitución cuantitativa y cualitativa del nivel del capital humano que hemos perdido durante estos años tardará mucho en reponerse toda vez que a la par de la emigración los niveles académicos de nuestra educación también han descendido, lo que hace aún más difícil preparar un contingente humano capaz de insertarse en la globalización y en el desarrollo. Recuperar lo perdido es una tarea titánica. Sumemos el trastorno afectivo migratorio que marca la psiquis tanto de los que se fueron como de los que se quedaron.

No serán pocos los venezolanos que aspiran a regresar al país si las condiciones objetivas que los empujaron a irse cambian. Pero, por otra parte, la historia ha demostrado que los contingentes migratorios difícilmente regresan a su país de origen si pasa mucho tiempo entre la salida y las nuevas condiciones favorables para el retorno. Es, sin duda, una tragedia que tantos venezolanos hayan tenido que emigrar buscando mejores condiciones de vida y sobre todo los más jóvenes, apostando por un futuro más próspero.

También hay que recordar que el perfil de la emigración venezolana le hace particularmente fácil los procesos de inserción en muchas economías prósperas. Toda esta realidad que no podemos ocultar, ni maquillar, hay que reconocerla para poder en el tiempo desarrollar políticas públicas apropiadas de estímulo a la emigración de retorno y de protección a nuestros nacionales en exterior para que nunca sientan que el país los abandonó frente a la dura realidad de su nuevo destino.

Mientras, ¡Feliz Navidad!, amigos lectores.


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