Atribuyen a Henry Kissinger la frase: “El poder es el mayor afrodisíaco”. Confieso que no tengo mayor información sobre el momento y por qué el judeoalemán, registrado en su Baviera natal como Heinz Alfred, pronunció dicha locución; pero sobran elucubraciones al respecto. Seguramente, es de allí que se ha desprendido otra definición que, igualmente, ha rodado hasta el cansancio: Erótica del poder. Como bien podemos apreciar, ambas expresiones están vinculadas al ámbito de los instintos, de nuestras    fuerzas primarias, de esas reacciones de las que no se suele tener conciencia. En el ámbito biológico se suelen describir como pautas hereditarias de comportamiento.

Años antes que él, un vecino de su tierra natal, el vienés Sigmund Freud definió los instintos como los apetitos innatos y específicos o comunes a todos los individuos de una especie.  Él propuso inicialmente dos grupos de instintos, los del yo o de conservación y los sexuales o libido; más tarde llegó a la conclusión de que los de conservación son la expresión de la libido hacia el propio individuo, por lo que solo existiría esta como instinto básico. No me gusta resumir abruptamente temas tan espinosos y ricos como este, pero como el tiempo apremia…

Comparto estas reflexiones cuando observo, en mi Venezuela de nuestros pesares, la conducta a todas luces instintiva, aunque más bien debiera escribir visceral, de las manadas rabiosas que, con aires altaneros, casi de hienas, despedazan con furia libidinosa a todo aquel que no sea guaidólovers o mariacorinero. Tan parafílica es una posición como la otra.

Las arremetidas son contempladas por ambos dirigentes de manera impasible, uno y otra mantienen aires imperturbables. Me da por pensar que se deben creer algo así como Napoleón en la batalla de Austerlitz, o quién sabe si Alejandro Magno en la acometida de Gaugamela, o tal vez Aníbal en la degollina de Cannas; o Ulysses S. Grant al frente de los ejércitos de la Unión en la campaña de Overland. Mientras esto pasa, ellos, y los otros que del supuesto mismo lado militan, posan con aires augustos y poses de eruditos inspirados. Demuestran con sus hechos que el país les importa de labios afuera, la unidad es una quimera que da lustre ensalzar de vez en cuando y cada vez que las cámaras les enfocan. ¡Ah!, y de los ataques sibilinos, puñaladas traperas y demás argucias barriobajeras se ocupan sus bestias de presa.

Para la secta de los dirigentes diálogos y acuerdos son más fáciles de establecer con la dictadura, y hay ciertos sectores que hasta se fotografían al lado de los más roñosos representantes de la mojiganga roja. Se insiste en unas elecciones cuyo resultado ya está cantado, pese a lo cual sobran quienes defienden la vía electoral como el elixir de sanalotodo que va a resolver todos nuestros males y hará regresar el dólar a 4,30. Han convertido, y como tal lo mantienen, en un sainete la tragedia que padecemos; al punto de que hay quienes nos exigen que aplaudamos la libertad de los recientes presos liberados. Los argumentos manejados al respecto son rocambolescos. Hasta la dignidad se nos ha ido esfumando y pretenden que sea la norma que se imponga.

Los griegos utilizaron un modo de escribir al que llamaron bustrofedón en el que redactaban de manera alterna una línea de derecha a izquierda y el próximo de izquierda a derecha, y así sucesivamente. Pareciera que es el método escogido por la “unidad” criolla, algo así como un paso adelante y otro atrás, poco importa que se avance, lo que importa es hacer como que se camina; porque de escribir nada, al menos los griegos estampaban sus mensajes, estos ni para eso tienen habilidad.

Hoy más que nunca hay que evocar la obra de la Junta Patriótica para derrocar a Pérez Jiménez, debe ser una diminuta llama que no debe dejarse apagar en nuestros recuerdos. Tal vez porque esa evocación hará realidad la frase que en El mercader de Venecia Porcia dice a Nerissa, su dama de compañía, casi al final de la obra: “¡Cuán lejos manda sus rayos esa pequeña candela!”.

© Alfredo Cedeño

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