Va siendo un lugar común registrar el deterioro de la democracia a nivel planetario. Además de causas seculares –la principal es el despotismo y la codicia de los estamentos militares, sobre todo en el tercer mundo– pareciera que han crecido un nuevo y avasallante factor o factores que, a falta de mejor precisión, se suele llamar populismo. Me atrevería a definirlo esquemáticamente por una fuerte dosis de apoliticismo y la búsqueda de un líder salvador, de cualquier color ideológico, que prometa superar los vicios de la política “tradicional” y alcanzar metas demagógicas. Ni que decir que esto sucede con la más diversa intensidad, mayormente en las naciones atrasadas, pero aun en los países de prolongadas tradiciones democráticas y de economías prósperas.

Baste recordar sobre esto último el caso de la atronadora violencia que azotó apenas ayer a Chile, y al parecer aún no cesa del todo, siendo el país más desarrollado de América latina, en las puertas del primer mundo. O la política bestial de Trump, en la democracia moderna más antigua y firme del planeta y su primera potencia económica que culminó en la toma violenta del simbólico Capitolio, por una turba ebria de violencia e irracionalidad, en nombre del temible monstruo político. Pero por todos lados parecen crecer extremismos, de izquierdas adulteradas pero sobre todo de ultraderecha que, con las razones más primitivas, incluso míticas, amenazan el statu quo democrático.

Sin duda el individualismo impuesto por el liberalismo, para algunos inédito en la historia, es capital: cada uno a lo suyo, las causas colectivas solo sirven para la ventura de los políticos que las tuercen y disfrutan. Tiene que sustituirse por un mesías no contaminado por la política que frena el desarrollo y que reponga una suerte de ley natural, la competencia de todos contra todos y el derecho de los vencedores a cualquier botín. El liberalismo, golpeado hoy por la pandemia, la guerra ucraniana y el inicio del cambio climático, había logrado muy limitadas mejorías transitorias, pero nunca un mínimo de equidad e hizo de la desigualdad el signo del siglo XXI. Hoy se oyen cifras como que unas escasas decenas de milmillonarios poseen más riqueza que la mitad de la población mundial. Y las clases medias francesas expresan su ira en las calles parisinas. Por no hablar de África y su condena milenaria. O que con un año de gastos bélicos se superaría la pobreza del mundo. ¿Cómo tener confianza en los que han controlado el poder demasiado tiempo con esos resultados?

Esto vale para la derecha, pero también para una izquierda degenerada y despótica –demasiado lejos de su discurso– de la cual Venezuela es de los mayores ejemplos.

Pero además de lo dicho, hay algo que poco se comenta. La democracia capitalista es generalmente una plutocracia, que suele implicar que para ganar el poder hay que utilizar ingentes recursos que solo poseen los adinerados. Cuando las posiciones progresistas o pretendidamente progresistas se hacen de las mayorías electorales, o mucha debe ser la ira popular o los disfraces ideológicos.

El mejor ejemplo de lo anterior es el uso de los media. O los utiliza un poder ya entronizado y despótico, Venezuela de nuevo en manos de los gorilas. Pero también antes del chavismo cuando dos familias manejaban el 80% del rating, lo ponían en función de sus intereses y alimentaban de miserias culturales y antipolítica a los ciudadanos. No todos los países pecan en la misma cuantía, pero muchos lo hacen, en casi todo el globo.

No es extraño, por último, que esta fauna se congregue, más allá de las ideologías que pregonan. Su sola naturaleza real es el autoritarismo. Nada raro que Maduro comulgue con Putin, tan tirano el uno como el otro. O que Trump llegase a compartir afectuosamente con Kim Jong-un.


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