La libertad consiste en convertir  al Estado, de órgano que está por encima de la sociedad, en un órgano completamente subordinado a ella”.

Karl Marx, Crítica del Programa de Gotha.

Esta frase puesta adrede en el encabezamiento de estas notas, revela las contradicciones  y confusiones sobre la concepción y las actitudes sobre el Estado del pensamiento socialista, y sobre todo de su práctica, desde sus orígenes en el primer tercio del siglo XIX hasta hoy. Valga un breve repaso: los primeros socialistas, los llamados por Marx socialistas utópicos (el caso de Saint Simon, Fourier, Owen, Proudhon, entre otros) abjuraron del Estado y abogaron por su desaparición. Privilegiaron la sociedad sobre el Estado, que debería desaparecer, siendo sus funciones absorbidas por la sociedad, ahora como actividades de pura administración  y no de uso arbitrario de la coerción del poder. Marx, aunque escribió poco sobre la teoría del Estado, manifestó claramente en sus escritos la necesidad de la desaparición del Estado, proceso que comenzaría ya desde la fase de transición de la destrucción del capitalismo hacia la aurora del socialismo. La II Internacional Socialista (1889-1914) fue escenario de fuertes enfrentamientos entre los partidarios del reformismo y los partidarios de la revolución. Los primeros plantearon la toma pacífica del Estado a través de la metodología democrática, y a partir de ello asumir las necesarias reformas sociales; y los segundos la toma violenta a través de la revolución, apoderarse del Estado y sentar las bases de una transformación profunda de la sociedad. Los primeros dieron origen a la socialdemocracia moderna, y los segundos al movimiento comunista bajo la inspiración de las ideas de Lenin y la conducción de la Unión Soviética.  En ambos casos, el Estado tiene un singular papel. La socialdemocracia apuesta por un Estado social, aunque reconciliado con las libertades modernas que trajo al mundo el liberalismo; mientras el comunismo termina construyendo la aberración totalitaria y su correlato, la represión absoluta de las libertades humanas.

Ambas concepciones del Estado están en la actualidad agotadas, aunque sus motivaciones y sus consecuencias sean radicalmente diferentes. Mientras el comunismo fracasó totalmente, dejando tras de sí solo mucha sangre, dolor humano y violencia, por lo cual su reconstrucción desde sus cimientos tiene que ser total, la socialdemocracia debe pensar seriamente si quiere sobrevivir, en un diseño distinto del Estado en sus relaciones con la sociedad. Debe romper con la dinámica intervencionista y abrirse a una relación de cooperación sin complejos con las organizaciones de la sociedad civil. Lo público no puede seguir entendiéndose como lo exclusivamente estatal, sino como la conjunción de una relación estrecha entre el Estado y el nuevo protagonismo de la sociedad civil. Norberto Bobbio apreció con lucidez la realidad de un Estado que hoy luce agotado, y que exige un reacomodo que impida los excesos de la nueva derecha neoliberal, a lo que se suma para enturbiar el ambiente la antipolítica y el populismo, al señalar que la democratización del Estado aparejó su burocratización, convirtiéndose así en un instrumento al servicio de una nueva clase dominante alimentada por el Estado.

Paradojas de la historia. El socialismo debe regresar a sus orígenes si todavía tiene algún chance de sobrevivir. Volver a una visión donde la sociedad, la comunidad, el humanismo social, eran la tarea a desarrollar para enfrentar el individualismo liberal, y no el estatismo en lo que terminó convirtiéndose, para mal de sus ideales pretendidamente liberadores.


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