4 de febrero de 1992. Archivo

El balance que la historia hará del  4 de febrero de 1992 se decantará en objetividad con el paso inevitable del tiempo, pues las pasiones tienden inevitablemente a morigerarse en la medida que desaparecen las generaciones presentes en el  momento y sus relevantes protagonistas. Es conocida la frase de Chou En Lai, el inteligente dirigente chino, cuando le preguntaron su opinión sobre la Revolución Francesa con motivo de su bicentenario, y contestó  que el tiempo pasado era muy corto para responder con alguna asertividad. También viene a mi memoria el testimonio del gran historiador francés Marc Bloch, impresionado ante fuertes diferendos que encontró en una comarca francesa por acontecimientos objeto de su investigación y sucedidos hacía 500 años; y sin ir muy lejos, basta mostrar la permanente polémica entre nosotros los latinoamericanos, en torno a las causas y consecuencias del 12 de octubre de 1492.

Las notas que a continuación registro constituyen un parecer personal, producto únicamente de mi reflexión, sobre algunos aspectos dignos de destacar  y relacionados de alguna manera con dicha dolorosamente  histórica fecha:

1)      No discuto que el 4F fue un alevoso golpe de Estado que pretendió derrocar en forma violenta a un presidente legítimo, elegido por el pueblo en irreprochables comicios, de acuerdo con los principios y valores de una Constitución democrática jurada en acto solemne por nuestro ejército republicano. Por supuesto, todo acto de fuerza de esa naturaleza es inaceptable. La pregunta que me  surge de inmediato no se encuentra en la rigidez conceptual del fallido golpe de Estado, sino en el amplio espectro de participación de la oficialidad en la intentona. No poseo cifras exactas, pero se habla de la participación en el golpe de alrededor de 600 oficiales, una elevada cifra que ha llevado a algunos analistas a preferir hablar más de una rebelión militar que de un golpe de Estado en el estricto sentido del concepto. Inmediatamente surgen preguntas del mayor calibre: ¿cómo una rebelión de tan amplio espectro no fue objeto de una atención y resolución más atenta y eficaz de la que realmente tuvo?, ¿hasta dónde había llegado la brecha de separación entre el mundo civil y el mundo militar? Dos mundos inexplicablemente poco interconectados, menos socializados en torno a una idea sólida de republicanismo, abandonada progresivamente por lo que denominó Juan Carlos Rey un sistema populista de conciliación de élites.

2)      Es injusto afirmar que no se ofrecieron salidas institucionales a la crisis política que se abrió en el país con el Caracazo de febrero de 1989, intensificadas luego del 4F.  Fueron varias, y todas ellas de significación: la reforma constitucional que dirigió el expresidente Caldera; la renuncia del presidente Pérez; la convocatoria de una asamblea nacional constituyente; las diversas propuestas del Consejo Consultivo presidido por Ramón Velásquez; el referéndum revocatorio y el acortamiento del período presidencial; el gobierno de unidad nacional, entre otras. Todas naufragaron por diversas razones, sobre lo cual señalaría dos fundamentales: primero, la división en el seno de la clase política (y de la clase dirigente en general, si incluimos el liderazgo empresarial, gremial y social), incapaz de ponerse de acuerdo en impulsar con fuerza una salida que los uniera a todos; y segundo, la brecha que no dejó de crecer esos años entre los gobernantes y los gobernados. La pérdida de la fe en la democracia, pues como revelaban los sondeos de opinión de ese entonces, la mayoría de la población comulgaba con “la democracia”, pero no con “esta democracia”. “La democracia que tenemos”, para la gente, estaba en las antípodas de  “la democracia que queremos”. Así de sencillo.

3)      Una tercera nota por destacar en estos comentarios, y sobre lo cual ha insistido con empeñosa lucidez  el  jurista y político Nelson Chitty La Roche, la refiero a las carencias de ciudadanía, que se manifestaron con crudeza en esos duros años. Tarde nos dimos cuenta, luego de cerca de cuarenta años de experiencia civilista, que habíamos fallado en un elemento central, primordial diría, para la robustez de la democracia: habíamos construido populismo y dejado florecer a la antipolítica, y nos olvidamos de construir ciudadanía. Me refiero con ello a la reivindicación de la carta de derechos y deberes, a la promoción del ideario republicano, y a la encarnación en las actitudes y el comportamiento de la gente de valores cruciales como la justicia social, la honradez, la solidaridad y la defensa de la Constitución en tanto escudo protector de nuestras libertades. En suma, “moral y luces” como tarea que sigue en la actualidad pendiente de la formación ciudadana.

 


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