“Yo ji… era una persona sospechosa, un “enemigo del régimen” que había de encontrar todas las puertas cerradas”. Julián Marías

¿Quién podría negar que el Estado que nos ha legado la experiencia chavo madurista, inspirada en aquella fascistoide teoría de Norberto Ceresole de “caudillo, ejército y pueblo”, constituye un paradigma del desastre?

Que se trate de los indicadores económicos o de aquellos sociales, políticos, institucionales, educativos, sanitarios o de seguridad, que tienen que ver con el bienestar de la población, nos ubican entre los países de peor calificación de todo el orbe. No se exagera si se insiste en que en estos 23 años se ha lisiado a la nación venezolana.

Lo que queda es un enfermo con metástasis que demanda un milagro para mantenerse con vida. Una terapia tan profunda para sanarlo requiere ir hasta el tuétano de las estructuras de la familia coterránea y la potencia pública que hoy, seria y objetivamente, están febriles, desvencijadas, delirantes y precarias.

Una suerte de acracia opera en cada segmento de la articulación funcional societaria, de suyo anómica y contaminada; además, inoculada medularmente, celularmente, por la corrupción y la impunidad.

Una centrífuga de valores, principios, creencias, bate insolente a la otrora entidad formal, legal, constitucional y la expone al extravío y a la degeneración. El Estado está hoy aquejado de todas las patologías.

Y enfatizo, a partir de una constatación irrefragable, no serán quienes nos hundieron en este pernicioso remolino los que puedan, sepan, quieran sacarnos del hedor y de tantas excrecencias.

Afligido el homo actualis criollo, deambula por la corriente caudalosa de la intrascendencia, como si hubiera perdido en el camino su personalidad ciudadana. Igualmente, flota, en la fatiga de su espíritu y se advierte, la vulnerabilidad que resulta de las inconsecuencias en que incurre, en el ejercicio de su supervivencia. Se autobanaliza en su inconsciencia.

Vamos dejando la vida perdida solo por vivir. Permitimos y aceptamos todo; nos ofenden, humillan, arrasan, timan y lo soportamos exhibiendo simplemente, la resignación o la abulia. Devenimos en pusilánimes.

Hace días compartí con un profesional que presta sus servicios para una empresa petrolera extranjera que se ha afirmado que puede trabajar en los campos de Monagas y su relato me aturdió.

En efecto, me cuenta que no es lo más difícil lograr la autorización sino poderla instrumentar. Me refiere que hay que lidiar, como en el lejano oeste norteamericano de las películas de Clint Eastwood.

Bandas, sindicatos, pranes, como el de La Pica; policías y los de verde uniformados, presentan sus exigencias, muy armados, impúdicos y agresivos, dispuestos a paralizar o enervar cualquier programa o actividad laboral. Por allí “se nos va la costura” en ocasiones, remató el ejecutivo.

Por otra parte, las vías de tránsito están plenas de huecos, los puentes en la zona están rotos y en todo caso, disfuncionales. Mismo tañido de campana, en cuanto a las necesidades de agua, servicio eléctrico y combustible, en particular diesel.

Por donde se le mire, la sintomatología es concluyente; no hay gobierno, no hay servicios, no hay insumos, no hay seguridad, no hay a quién acudir para resolver.

La revolución nació esquizoide, obsesiva, compulsiva, oligofrénica, cínica y siguió, como era natural su desarrollo, entre sus preexistencias tales como torpezas, vilezas, resentimientos e irresponsabilidad.

Caben las ironías y sarcasmos cada vez que el señor Maduro hace un anuncio de mejoría o superación de cualquiera de las crisis en que estamos incursos, porque no es posible con discursos y versiones que trastocan o tergiversan los hechos, pretender y menos obtener la verdad y mucho menos algún éxito.

Árbol que crece torcido, nunca su rama endereza,” del dicharachero popular.

@nchittylaroche

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