Ilustración: Antonio Pou

Por Antonio Pou, Universidad Autónoma de Madrid

Breve comentario previo:

Tumbado en la arena de una playa, mirando la profundidad del cielo, ensimismado, sin pensar en nada, disfrutaba yo de mi primer día de vacaciones abrazado al infinito.

“¡Qué lejos está! ¿Verdad?” —¿El qué? Me había olvidado de que estaba en una playa donde casi no quedaba sitio para poner la toalla. Había puesto la mía al lado de la de un pesado.

El cielo, ¿qué si no?” —Ya. Creí que era mi tranquilidad lo que estaba lejos. “Disculpe, era solo un comentario”. La pregunta me sacó de mi estado de confort y, pese a que mi vecino no volvió a decir nada, yo me puse a dar vueltas intentando inútilmente calcular esa distancia, arruinándome el disfrute.

En los libros de texto del colegio, en los de divulgación y en los universitarios, suelen aparecer esquemas con un corte de la Tierra y las capas de la atmósfera. Las capas son gruesas para que se vean bien. La sensación que dan esos esquemas es que la atmósfera es muy gruesa. Sabes bien que han exagerado el dibujo , para que se puedan ver las capas, pero te quedas con la impresión visual de que un inmenso almacén de aire rodea al planeta. Esa es la información que recuerdas, y no las cifras en km, o en m, que venían en el esquema.

Miras internet, haces dos mini cálculos y resulta que, si en la rotonda que hay junto a la playa, se hiciera una escultura del globo terráqueo, de 12 metros de alta, igual que la casa de tres pisos que está al otro lado, los 100 km que tiene la atmósfera hasta el espacio exterior se representarían por una capa de plástico transparente de 10 cm de grueso. Los aviones volarían dentro de esa capa como a un cm de la superficie del globo, entre el límite de la troposfera y la estratosfera. La mayor parte de la población mundial vivimos por debajo de los 2000 m, donde la atmósfera es suficientemente densa para respirar cómodamente, y eso sería como 2 mm, el grosor de una capa de pintura semi transparente. No hay tanto aire disponible como solemos imaginar, ni mucho menos.

Sea lo que sea, o quien sea, que nos ha diseñado, lo ha hecho contando que vamos a hacer vida diurna, protegidos por un techo corredizo de azul luminoso, que por la noche deja ver el universo. Si en vez de dormir, que es lo suyo, te dedicas mucho rato a mirar el firmamento tumbado en el suelo boca arriba, y le echas un mínimo de imaginación, verás la realidad: estás en la cubierta de la nave espacial Terra, sin el traje espacial, a punto de salir flotando irreversiblemente hacia el espacio infinito, y todo depende de esa mano que sale del suelo y te agarra la espalda. Yo lo he experimentado y he incitado a otros a hacerlo, y he visto a más de uno agarrarse con las dos manos a la primera planta o brizna de hierba que esté a mano. Se agradece que andemos de pie, mirando al horizonte y con las cejas haciendo de visera para no ver siempre lo de arriba.

En zonas urbanas y periurbanas cada vez es más difícil experimentar esa sensación, porque iluminamos la noche y borramos las estrellas. El firmamento produce respeto y hay que estar muy enamoradizo, o ser un astrónomo, para verlo con ensoñación o afán investigador. Me imagino que a la mayoría les resultará un tanto aterrador habitar la Luna durante meses y añorarán profundamente estar tomando el sol en una playa.

El cielo es de hermoso color azul y no negro, porque los rayos del Sol chocan contra todas las partículas de la atmósfera, se reflejan en ellas y la hacen opalina, impidiéndonos ver las estrellas de día. Si de repente la atmósfera se limpiase de todas esas partículas, y no existiesen las nubes, estaríamos todo el rato bajo la mirada escrutadora de las estrellas. En vez de mirar al móvil, estaríamos todo el tiempo mirando obsesivamente el magnetómetro, el medidor de campo eléctrico y el de partículas. Por supuesto, viviríamos bajo tierra, para tener un poco de intimidad espacial y para que no nos friera la lluvia de cosas que caen del espacio exterior y que ahora la atmósfera frena en buena parte.

El azul del cielo y las nubes velan nuestras neuronas de la realidad brutal del espacio exterior, que lo tenemos pegado a nosotros. Esa realidad, inhóspita y amedrentadora que es la reina de la física, increíblemente compleja e incierta, afecta a toda la atmósfera y, por tanto, al clima de la superficie. Afecta especialmente a la dinámica estratosférica, a la capa de ozono y, por supuesto al resto de la atmósfera hasta los 80 o 100 km de altitud. También afecta al mundo subterráneo, con corrientes eléctricas que corren como culebrillas, moviéndose al compás de las variaciones del magnetismo terrestre. Estamos unidos al Sol por una maraña electromagnética de un gran dinamismo, por lo que no debería sorprendernos que influya sobre el tiempo atmosférico y sobre el clima. Por supuesto, también influyen en el clima la Luna y, en mucho menor medida, los demás cuerpos del sistema solar, que nos obligan a modificar constantemente la trayectoria de nuestra nave espacial.

Visto desde la playa, parece increíble que el mar pueda ocupar el 70% de la superficie del planeta. Su profundidad media es de 3600 m, o sea, una capa de 3,6 mm por debajo de la superficie del globo terráqueo de 12 m de alto. Desde el punto de vista térmico, el mar y la atmósfera se comportan de manera muy diferente: en los 4 primeros metros, el mar ya acumula la misma cantidad de calor que toda la columna de aire que tiene encima. Sin la capacidad del mar para almacenar calor, el clima sería mucho más irregular de lo que es. La dinámica interna de las corrientes marinas condiciona fuertemente las variaciones del clima, y la dinámica atmosférica condiciona a su vez a la oceánica, aunque van desfasadas porque el agua se mueve mucho más lentamente que el aire, y tarda más en calentarse y enfriarse.

Además del calor que le hacen llegar las corrientes desde la superficie, el fondo del mar se calienta también por la tectónica de placas y muchos volcanes activos, como si fuese un puchero sobre la placa de la cocina. La mayor parte de la actividad volcánica submarina permanece oculta a nuestros ojos, aunque a veces llega a la superficie.

El volcán Hunga Tonga-Hunga Ha’apai vomitó fuego, cenizas y gases, entre diciembre 2021 y enero 2022 y deshizo la isla polinésica que antes había construido. Hizo erupción desde debajo del agua con una gran explosión que lanzó enormes cantidades de rocas, gases y agua hacia la atmósfera. Una cantidad importante de agua llegó hasta los 57 km de altura, la mitad de la atmósfera, y la distorsión se notó hasta los 80 km, casi hasta el espacio exterior. Dado que el vapor de agua es responsable de la mitad del efecto invernadero, esa agua ha debido contribuir también al desbarate del clima que estamos viviendo últimamente. Otras veces, los volcanes han lanzado azufre a la estratosfera, donde se ha convertido en ácido sulfúrico que refleja la luz solar y enfría la superficie de la Tierra donde llega la sombra, pero no ha sido el caso ahora.

En tierra firme, el relieve condiciona mucho tanto el clima local como el global. El flujo de aire superficial se ve obligado a subir o bajar, enfriándose o calentándose, y las grandes cordilleras desvían la circulación general de la atmósfera. La meseta tibetana, con su gran extensión y altitud (3.000 m), combina los dos aspectos. Los cambios geológicos cambian los relieves y eso ya, por sí solo, introduce cambios a la totalidad en el clima global. El color del suelo, de las rocas, del agua, del hielo y la nieve, de la cubierta vegetal, hace que los rayos solares se reflejen o absorban, enfriando o calentando el aire y condicionando el clima de la zona.

Todo esto que he apuntado aquí, el espacio exterior, el interior terrestre, los mares y océanos, los paisajes y mucho más, modifican el comportamiento de la envuelta gaseosa de la Tierra sin que intervengamos los humanos. Cada uno de esos apartados, y sus múltiples subapartados, se influyen entre sí, varían irregularmente y muchos tienen un comportamiento tan irregular y complejo que son imprevisibles. De algunos se tienen buenos datos y de otros no.

Lo único que funciona previsiblemente bien es el viaje de la Tierra alrededor del Sol. Dado que vamos inclinados, con el eje admirando la estrella Polar, hacia el 22 de diciembre mostramos al Sol el hemisferio sur y, hacia el 21 de junio el hemisferio norte. Además, el conjunto del planeta recibe más influencia solar hacia el 4 de enero, que es cuando estamos más cerca del Sol y se revuelve más la atmósfera, y nos calmamos más hacia el 6 de julio, cuando estamos más lejos (cuando digo “hacia” es que los años bisiestos no nos dejan fijar más las fechas).

Poner a todos esos actores del clima natural de acuerdo es labor imposible y por eso el clima cambia permanentemente. Unas veces lo hace de forma suave, casi imperceptible, y otras de forma brusca. Unas veces es poco lo que varía y otras mucha. El resultado suele ser incómodo para nosotros, porque nos gustaría que todo fuese más constante, más predecible, y que no se entrometiera la naturaleza en nuestros asuntos.

Los hielos han aparecido y desaparecido varias veces en el último millón de años, producto de esa dinámica climática natural, en la que se incluyen variaciones en la característica de la órbita terrestre. Los fríos más intensos se dieron hace unos 25.000 años. Luego, a lo largo de los siguientes 12.000 años, la Tierra se fue calentando y a nuestros antepasados que eran cazadores recolectores les fue muy bien.

Hace cerca de 13.000 años tuvo lugar una brusca vuelta atrás y los fríos regresaron, aunque no tan intensos. Esos fríos, que caracterizan, sobre todo en Europa, el episodio que llamamos el Dryas Reciente, duraron unos 1.100 años. Entonces, sin previo aviso, las temperaturas volvieron a subir, esta vez de forma muy brusca. Posiblemente en Europa subieron 7 grados en 50 años; incluso parece que en algunos sitios pudo haber sido en 3 años, y tras oscilar un tiempo, se estabilizaron a los 50. Desde entonces se han mantenido en valores altos con subidas y bajadas menos intensas.

A los cazadores recolectores les fue mal, muy mal. Toda la fauna y flora se modificó de golpe, huyendo del calor y fue una catástrofe. Unos se fueron hacia el norte, y otros se mudaron ladera arriba, en busca del frio. En la alta montaña se refugian ahora especies que habitaron zonas más bajas en épocas más frías. Los que están arriba del todo, si suben las temperaturas ya no tendrán a dónde ir, y desaparecerán. Mucha gente migró persiguiendo la caza. Los que no pudieron hacerlo tuvieron que reciclarse a ser ganaderos y agricultores, que es lo que somos ahora.

Desde entonces, el clima ha seguido teniendo picos bruscos, aunque mucho menos importantes. Aun así, los cambios han sido suficientemente notorios como para afectar a los cultivos y dar al traste culturas en el antiguo Egipto y acabar con la cultura del bronce hace 3.700 años. La caída de Roma probablemente tuvo que ver con la drástica disminución de la precipitación en Túnez, que por aquel momento surtía a Roma de cereal. El fin de la Edad Media y la invasión de América por los europeos, coincide con los vaivenes del clima en Europa que se denomina la Pequeña Edad del Hielo. A medida que se fueron recuperando las temperaturas avanzó la Revolución Industrial y, tras una relativa estabilización, las temperaturas siguen mostrando una tendencia al alza que recientemente se está acelerando.

Dado que la población humana no ha empezado a aumentar decididamente hasta el Renacimiento, y dado que las tecnologías de que disponían no permitían transformaciones importantes del territorio, los cambios de clima que vivieron debieron ser fundamentalmente de origen natural. Las tecnologías sí pudieron influir a escala local o regional al realizar grandes deforestaciones, o modificaciones de la cubierta vegetal, al igual que hicieron los grandes herbívoros al favorecer las praderas.

No hay duda de que desde el siglo XIX estamos influenciando el clima de muchas formas diferentes. Deforestamos Europa para convertirla en pastos y cultivos y ahora la siguen la Amazonía y, más recientemente, la cuenca del Congo. Hemos desecado zonas, irrigado otras, hecho lagos artificiales y millones de intervenciones que modifican el clima. Entre ellas, el que hemos impermeabilizado una parte importante del territorio: tejados, calles, carreteras, aparcamientos (en varios países, del orden de un 7% de su territorio). Con ello, hemos modificado la red de drenaje natural, cambiado la estructura del paisaje e incrementando fuertemente la evaporación del agua.

A todo esto, por supuesto, se suma la barbaridad de gases y porquerías que emitimos a la atmósfera. Uno de ellos es el famoso CO2 que, como creo haber dejado claro, no es el único responsable, ni mucho menos, del calentamiento actual, aunque, obviamente, sí contribuye fuertemente. ¿Por qué se ha fijado la atención en ese gas? Hay muchas razones, unas más claras, directas, o menos enrevesadas que otras, pero una de ellas es de este tipo:

A las tantas de la noche uno encuentra a su amigo a cuatro patas, rebuscando por el suelo. “¿Qué haces ahí?” —Estoy buscando las llaves de mi casa. “Te ayudo, que siempre ven más cuatro ojos que dos” Al cabo de un rato: “¿Estás seguro de que las has perdido aquí? Esto está bien iluminado y ya deberíamos haberlas visto” —No, no las he perdido aquí, ha sido cerca de la puerta de mi casa. “¿Entonces, por qué las buscamos aquí?” —Es que aquí hay luz y aquello está a oscuras.

Cuando leí eso creí que era un chiste, pero ahora constato que es una descripción literal de lo que estamos haciendo con el CO2. La cosa del clima, a poco que se haya entendido lo que he escrito más arriba, se comprende que es diabólicamente complicada. Entre otras cosas, porque nos harían falta muchísimas más mediciones que las que ahora hacemos y que se remontasen a varios siglos atrás. Hay que tener en cuenta que ahora, desde hace muy pocos años, tenemos acceso a una cantidad enorme de datos casi instantáneos, gracias a los satélites artificiales, a internet y a una dedicación científica cada vez mayor, pero los datos del pasado son pocos y frecuentemente indirectos (proxi). Sin embargo, del CO2 hay buenos datos que se deducen del comercio mundial del petróleo, que es bien conocido, y otros indirectos que permiten hacerse una idea bastante buena de lo que ocurría con ese gas desde hace bastante tiempo. Como para calcular modelos del clima hacen falta buenos datos, pues se toman los del CO2, y listo.

Claro que, las cosas no son tan simples y hay una gran cantidad de asuntos económicos e intereses ligados de una forma u otra a ese gas. Uno de ellos es que contribuye a lanzar las energías renovables que, sin duda, sustituirán en el futuro a casi todas las energías fósiles actuales.

¿Entonces es que no hace falta reducir el CO2?” Mi vecino de toalla me saca otra vez de mi ensimismamiento. —¿Acaso me está usted leyendo el pensamiento? “No, lo que ocurre es que se ha quedado dormido y no ha parado de chapurrear mientras tanto. Menuda mañanita que me ha dado, el que no quería que le molestaran… No me he cambiado de sitio porque no lo hay, toda la playa está ocupada, que si no… Bueno, al menos podía contestar a mi pregunta, ¿no?”

—Lo siento, discúlpeme por favor… Por supuestísimo que necesitamos detener el incremento de las emisiones de CO2 y hacer todo lo posible para que disminuyan, todo lo cual es una tarea nada fácil que no hemos sabido hacer hasta ahora. Ese gas contribuye fuertemente a calentar el clima, pero no es el único que lo provoca, ni mucho menos. Si eso es todo el cambio que hacemos, lo más probable es que la cosa continue como si no hubiésemos hecho casi nada.

Es que están intentando estropear el clima y hay aviones que van echando un producto mientras vuelan. No tiene más que mirar hacia arriba para ver las estelas que dejan…

—Eso que se ve es que los motores de los aviones queman queroseno, y sueltan muchas partículas y vapor de agua, que se pega a ellas y condensa en forma de micro gotitas. Si, además, el aire por ahí arriba tiene mucha humedad, las partículas lo condensan y forman las nubes que llamamos estelas.

“Sí, pero además echan más cosas

—Cualquier potingue que echaran cuesta dinero, tendría que ser en grandes cantidades y tanto los aviones de pasajeros como de carga escatiman al máximo el combustible y los costes para maximizar el beneficio. Haría falta tener una gran flota de aviones dedicada solo a eso, volando por todo el mundo durante las 24 horas, cosa que no ocurre. No me imagino que a nadie se le ocurra tamaña bobería y esté dispuesto a tirar el dinero y arruinarse sin más ni más.

“Pero las estelas, que también las llaman contrails, calientan la atmósfera y cambian el clima”.

—Que yo sepa, como las estelas al fin y al cabo son nubes, aunque estrechas y largas, en las zonas que pasan muchos aviones se van entrecruzando y enmarañan el cielo. Por la noche, en vez de cielos despejados que dejan pasar el calor, ese enmarañamiento lo refleja y no lo deja salir de la atmósfera. En situaciones normales en las que las noches serían despejadas, las estelas no dejan que se enfríe el aire, suben las temperaturas y sí contribuyen, en una pequeña cantidad, a que el planeta se caliente más.

“A mí me parece que con tantas explicaciones liais a cualquiera para que nos creamos cualquier cosa” —No te preocupes, todos nos liamos. No hay nadie en el mundo que pueda retener toda la información que existe, quitar la paja del grano y saber qué va a pasar. Como a nadie quiere aceptar la incertidumbre, unos imaginan que hay una conspiración general y otros simplifican lo que les conviene para no reconocer que no sabemos. Todos, de una forma u otra, buscamos un culpable. Cuando ves tantas posibles causas y misterios por todos lados es que la cosa supera en complejidad a nuestras capacidades y a las capacidades del sistema. No podemos buscar ni explicaciones simples, ni soluciones simples.

“Yo lo que veo es que algo no va bien. No he conocido un verano más tórrido que este en mi vida, y ya es bastante larga. Y cada vez es peor. ¿No se puede hacer nada?”

—Por supuesto que sí. Lo primero, dejar de pensar que aquí no pasa nada, o que esto lo arreglamos ya, o que nos quieren hacer o dejar de hacer. Lo segundo, reconocer la incertidumbre porque es un hecho que preside nuestras vidas desde el instante que nacemos. Lo tercero, plantearnos seriamente no vivir dando prioridad a nuestros caprichos a costa de no destinar el dinero para construir botes salvavidas, es decir, formas de vivir que amortigüen situaciones como la actual. El dinero es un medio para que nos sirva a nosotros, no un fin al que nos debemos en cuerpo y alma. La cuarta, es ponernos las pilas desde ya mismo para adaptarnos a lo que venga, sin esperar a que los gobiernos lo hagan, porque lo harán tarde, mal y nunca. La quinta, tenemos capacidades de sobra para hacer frente a esto y a mucho más, pero hay que ponerlas en marcha y dejarse de boberías y ñoñeces. La sexta,…

“Vale, vale, no sigas, que no solamente me has dado la mañana, sino que me vas a dar el año”

—Perdona, te he empezado a tutear sin darme cuenta…

“No pasa nada compadre, te veo tan perdido como yo. Pero no pasa nada, en peores me he visto y ya se me ocurrirá algo. Si nuestros abuelos se las apañaron para salir adelante, mejor saldremos nosotros, que tenemos más recursos y estamos mejor preparados”.

N de R: Hoy llegamos a la cuarta entrega de Antonio Pou,  ¡Un mes nos ha acompañado nuestro amigo! Ojalá hayan podido de leer las cuatro entregas…es probable que, en un tiempo, armemos un especial en que incluyamos todo el material junto de nuestro destacado colega, quien nos tiene acostumbrados a aportes significativos a este espacio. Pero también tuvo todo el sentido de presentarlos desglosados, al tiempo que se iban produciendo y también hubo el respeto por picar en cuatro pedazos una opinión no fácil de digerir. A nuestra redacción llegaron comentarios críticos entre ellos el exepticismo que estos artículos reflejan sobre el sistema de Naciones Unidas o, en cierto modo, de la así llamada Comunidad Internacional.

Ha habido comentarios críticos y elogiosos hacia los artículos. Entre los críticos está el de un venezolano quien, desde Venezuela una crítica tan frontal al sistema de la ONU fue considerado poco conveniente, pues buena parte del país depende en gran medida de los aportes humanitarios de la ONU. Ante ello, Pou nos comentó: “En cuanto a la critica, que la comprendo bien, lo que parece sugerir es que se prefiere la esperanza a la realidad. Por desgracia, los mordiscos son reales aunque los ojos cerrados se empeñen en negarlos. Por doloroso que sea, es necesario abrirlos para tratar de esquivarlos y para establecer nuevas estrategias

Las Naciones Unidas hace tiempo que están en crisis profunda. Solo funcionan en la medida que acaten las decisiones de los poderosos, y estos están ahora peligrosamente enfrentados. Lo que ocurre es que no tenemos alternativa por ahora. Por otra parte, conviene recordar que empiezan a funcionar cuando se ha ganado la Segunda Guerra Mundial y los países ganadores buscan un nuevo orden, no surgen como consecuencia de una búsqueda pro activa de la armonía mundial y progreso de la humanidad”.

“Ambiente: Situación y retos” es un espacio de El Nacional coordinado por Pablo Kaplún Hirsz

Email: [email protected], www.movimientoser.wordpress.com


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