Ilustración: Antonio Pou (2023)

Por Antonio Pou, Universidad Autónoma de Madrid

En una vieja historia de cuando se usaban los burros, yeguas y caballos como ahora usamos las bicicletas, motos y coches, se cuenta que le encargaron a uno que llevase una reata de siete burros a la ciudad. “¡Vigila que no te roben ninguno por el camino!” —Descuida, que iré bien atento. Pero se descuidó, y cuando miró para atrás solo había seis. Contó y recontó, pero fue incapaz de incluir en la cuenta el burro en el que iba subido. Por eso, digo yo, nos costará tanto trabajo entendernos a nosotros mismos y tenemos que buscar formas indirectas de contar el burro.

La inmensa mayoría de lo que escribimos, hablamos, cantamos y mostramos en todo tipo de medios, trata, como es lógico, sobre nosotros mismos, los humanos. Esa es la información que se ofrece al visitante de este planeta: una ingente cantidad de observaciones, imaginaciones, preguntas y respuestas que la gente ha ido recopilando a través de los siglos. Antes era muy difícil de consultar, pero ahora internet facilita la labor, convirtiéndola en algo casi trivial, y está disponible en muchos idiomas.

El que su acceso sea fácil no quiere decir que vayamos a consultar todo ese inmenso almacén porque se nos pasaría la vida, o muchas vidas, sin hacer otra cosa. Así que fabricamos tópicos y hacemos resúmenes, y resúmenes de resúmenes, adaptados a las costumbres y necesidades de cada tribu. Curiosamente, cada una de las tribus, bien sea constituida por una decena de personas o por cientos de millones, está convencida de que sus resúmenes recogen todo lo que merece la pena ser recogido sobre el ser humano.

El fundamento de ese convencimiento debe ser el mismo que el del decano de un college británico, a finales del siglo XIX, que según sus malévolos estudiantes decía: “Todo lo que es conocimiento, lo sé. Y lo que no sé, es que no es conocimiento”. Pues eso es lo que hacemos todas las tribus. Como los humanos tenemos la capacidad de poner nombre a todo, aunque no sepamos nada sobre lo nombrado, ya creemos que sabemos casi todo de casi todo. Esa prepotencia nos hace descuidados, y no atender a lo que deberíamos atender.

Se dice que para entender a las personas no hay que escuchar lo que dicen sino observar lo que hacen. Como lo que hacemos ahora es tecnología, quizá observándola podamos aprender algo más sobre nosotros mismos.

La tecnología es el fruto del maridaje entre la cultura humana y la naturaleza (“Conjunto de todo lo que existe y que está determinado y armonizado en sus propias leyes” —RAE). Aunque la tecnología parezca algo exclusivamente humano, resulta que se inspira en los infinitos y magistrales diseños que nos ofrece nuestra madre, y los construimos con los recursos que nos proporciona. Al igual que hacemos con nuestros padres biológicos, a los que adoramos, pero usamos de sparring para crecer como personas, intentamos hacer lo mismo con la naturaleza.

Yo creo que la tenemos envidia, mucha envidia. A parte de fabricar cosas útiles que nos sirven en la vida cotidiana, el objetivo último de muchas tecnologías punteras es conseguir imitarla, como primer paso para colocarnos, ya como dioses, por encima de la naturaleza y hacer lo que nos venga en gana con el planeta y el universo.

El reto inmediato a superar es crear vida, pero a nuestra manera. Hacerlo a la forma tradicional no tiene mérito, casi cualquier pareja lo consigue con un poco de esfuerzo y mucho disfrute. Además, tiene muchos inconvenientes: al fruto de la relación hay que criarlo y cuando se hace mayor da muchos quebraderos de cabeza. Lo que necesitamos es crear esclavos para que nos sirvan incondicionalmente, que coman poco y que no reclamen derechos, ni huelgas, ni pagas extraordinarias. Lo que queremos es crear robots, pero de los de verdad, no esos artilugios tontorrones que aspiran el suelo o cortan el césped, o esos otros que trabajan calladamente en gran parte de los inventos que fabricamos. Lo que necesitamos son robots dotados de las capacidades que tienen los genios surgidos de lámparas maravillosas. Seres tecnológicos lo más parecidos posible a nosotros mismos y que podamos sentarlos como figurantes en nuestra futura corte celestial.

Por ahora no estamos tecnológicamente muy avanzados que digamos en ese sentido. La parte del diseño que corresponde a solucionar el movimiento lo llevamos bastante bien: ya tenemos robots experimentales que corren, saltan y suben cargas a un andamio. Pero en la cuestión de saberse manejar por ahí, autónomamente, aún estamos en la prehistoria. Y es que la cosa es muy complicada.

Imaginemos un planeta, el X, tipo Marte. Nosotros necesitamos una preparación para que podamos colonizarlos. Una cosa es ir allí, estar un ratito y volvernos. Otra es establecer bases permanentes en sitios tan inhóspitos. Salir a pasear es un riesgo inasumible y tiene que ser horroroso estar siempre encerrado en una cápsula aburridísima y estrecha. Volver a la Tierra es carísimo, muy arriesgado, y se tardan seis meses en poder llegar, viviendo en un cuchitril aún más pequeño. A los cuatro meses de estar en Marte sin tener vocación de astronauta, la gente se suicidaría o se liaría a navajazos. Es decir, necesitamos que antes vayan nuestros robots-esclavos para que acondicionen un poco el lugar.

Los robots-esclavos son máquinas sofisticadas y delicadas y no se las puede enviar allí sin más. Antes hay que resolver miles de problemas, como el de la energía. Tiene que estar fácilmente disponible con puntos de recarga abundantes para que ellos se puedan mover con facilidad y desempeñar sus funciones. Así que antes habrá que enviar otros robots más simples que se dediquen a concentrar la energía y funcionen como puntos inteligentes de recarga. Esos robots-más-simples tienen que sacar la energía de algún lado y probablemente lo sacarán de otros robots-mucho-más-simples que pulularán por allí extrayendo la energía de las rocas dispersas que encuentren en superficie.

Hay que tener en cuenta que estos robots de segunda y tercera categoría tiene que ser mucho más inteligentes y sofisticados que los que ahora construimos. Posiblemente tendrán algún sentido de la propiedad y no se dejarán quitar fácilmente la energía que hayan almacenado. Para lograrlo, los robots-esclavos tendrán que recurrir, no a la fuerza, porque estarán en franca minoría, sino a algún tipo de engaño. Es decir, un tipo de procedimiento similar al que la naturaleza ha instalado en nosotros y que nos permite capturar el alimento que ya está concentrado en otros seres y que al final terminan en forma de hamburguesas. El engaño mola.

El engaño no es ético y no lo debemos exportar a otros mundos. Mejor fabricamos robots veganos, y problema resuelto”, dirán algunos. No tan rápido, que las plantas tampoco ceden gustosas su energía. Nosotros mismos, cuando se produjo la catástrofe climática de hace 11.000 años y los animales de caza migraron o desaparecieron, tuvimos que sacar la energía de donde pudimos.

Ya se conocían entonces, desde hacía miles de años, plantas de cereal como el trigo silvestre. El problema es que las plantas estaban dispersas y había que ir recogiendo del suelo, uno a uno, los granos de cereal a medida que maduraban y se abrían las cápsulas que los contenían. Así no había manera de conseguir los suficientes granos como para hacer un pan o una pizza.

Un(a)(e) científico(a)(e)-botánico(a)(e) de la época descubrió que algunas plantas eran defectuosas. Las cápsulas no se abrían y había que hacerlo a mano, una a una. Esas plantas defectuosas no podían competir con sus vecinas y estaban condenadas a no reproducirse. Se le ocurrió cultivarlas y dejarlas tiempo suficiente para que madurase el grano. Entonces se cortaban todas a la vez, se les abrían las cápsulas golpeándolas contra suelo firme, se guardaba una parte del grano para el año siguiente, y se hacían pizzas de tres quesos con el resto. A base de obligarla, el trigo silvestre fue adaptándose a la nueva rutina hasta llegar a las variedades actuales. Ahora es una planta domesticada que depende a la totalidad de nuestra intervención para sobrevivir. O sea, la engañamos y todavía ella se cree que es una planta natural e independiente.

Al plantearnos el problema de la alimentación de los robots-esclavos, estamos viendo el por qué está en nosotros la función “Engaño”. La naturaleza se enfrentó hace millones de años al mismo problema y le dio la solución que tendremos que adoptar para nuestros robots si queremos que vayan por ahí, explorando por su cuenta, para servir nuestros intereses. Hay quien dice que estamos mal diseñados y llenos de cualidades indeseables, pero solo hay que mirar y ver el éxito que hemos tenido como especie.

Hace muchos años que los miembros de la tribu occidental dejamos de ser cazadores-recolectores, pero la función engaño nos ha seguido sirviendo para solucionar muchos asuntos de nuestra relación con el resto de la naturaleza. El problema es que el engaño se desmadra con una cierta facilidad y lo empleamos donde no solamente no es útil ni necesaria, sino altamente perjudicial, actuando contra nosotros mismos, de forma directa o indirecta.

En las tribus muy pequeñas es relativamente sencillo controlar el engaño, porque “arrieros somos y en el camino nos encontraremos”. El ejercicio de esa función requiere un cierto anonimato o fuerza bruta y se ejerce mejor a distancia. A medida que la tribu es más grande, se hace más fácil engañar y es en las grandes urbes y en las relaciones internacionales donde el Engaño funciona a pleno rendimiento.

En la cultura actual, el engaño ha adquirido una gran sofisticación que ha hecho que ya no lo consideremos como tal, sino que forme parte de la realidad de las cosas y las relaciones humanas. La publicidad vive de ello y también la economía, la política y muchas otras facetas de nuestra sociedad. Tanto se ha integrado en la mente social la función Engaño que no contamos con ella a la hora de analizar las posibles causas de los problemas del mundo actual. El engaño es el séptimo burro.

Cuando éramos cazadores-recolectores, era habitual que el cazador pidiera, por vía mental, permiso a la presa para cazarla porque necesitaba su energía y se comprometía a usarla responsablemente. Era un engaño dentro de la ley natural y todavía hay personas que lo hacen. Luego, esa ética natural se modificó para adaptarla a la conveniencia de la sociedad y de ciertas ideas, pero en la actualidad ha desaparecido del mapa y no ha sido sustituida por ningún otro sistema de control del engaño.

Tampoco se trata de que desaparezca el engaño de nuestras vidas. En primer lugar, porque el que proponga tal cosa quizá está tratando de engañar a su vez, o porque ignora que es consustancial a nuestro diseño biológico. Además, es una función que, en cualquier momento, cualquiera de nosotros puede necesitar. Lo que realmente necesitamos es ponerla algún tipo de coto, o nos devorará. Quizá al trabajar esa función desde el punto de vista aséptico, tecnológico, nos venga la idea de cómo regularla en nosotros mismos.

Otra función que se parece a la del Engaño es la que produce lo que llamamos “Afán” cuando se va de punto. Tanto en el caso de las personas como en el de los robots, necesitamos prever con una cierta antelación las necesidades que vamos a tener de comida-energía, de guarecernos, o de tantos otros temas de los que dependemos. No es prudente esperar a tener hambre para empezar a buscar comida, a no ser que ésta esté fácilmente disponible. “Hay que ser previsores”, nos han dicho mil veces nuestros padres. De acuerdo, pero ¿cuánto?

Es un asunto que incide directamente en el Departamento de Incertidumbre, y no es fácil de manejar. Si no prevemos lo suficiente, nos quedaremos con hambre. Lo mejor es tener previsto comida para mucho tiempo, pero si se estropea la comida estaremos perdiendo el dinero y, muy probablemente, quitándosela a alguien que le haga falta. Supongamos que la comida aguantase, fuera de nevera, como una semana. Eso quiere decir que todos los días tendríamos que reponer lo gastado, por si acaso. Pero no podemos garantizar plenamente que no haya huelgas, o que no se estropee algo en la cadena de suministro, o que no podamos adquirirla, así que una semana de previsión no bastaría. ¿Cuántos días más nos harían falta? Y así sucesivamente.

La incertidumbre es intrínseca a este plano de realidad. Sencillamente, las cosas son tan complejas, y depende tanto todo de todo, que ni nosotros, ni el más listo de nuestros ordenadores, ni ahora ni nunca, podrá prever el futuro con exactitud absoluta. Para ello, el hiper-super-ordenador necesitaría calcularlo en tiempo real y le llevaría ese mismo tiempo en hacerlo. Además, costaría todo el dinero del mundo, para, al fin y al cabo, no adelantarnos más que un instante, porque tendría que volver a recalcular la situación. Sería por tanto un artilugio perfectamente inútil y perfectamente caro.

La predicción relativa se puede conseguir calculando solo una parte del sistema y confiando en que el resto no va a variar. Es decir, cualquier previsión lleva implícito un cierto grado de incertidumbre. Nuestra civilización nos vende la idea de que estamos disminuyendo la incertidumbre y que, si nos esforzamos y estamos dispuestos a pagar lo suficiente, se puede llegar a eliminarla por completo. Por supuesto, entonces seríamos inmortales. Como la idea nos gusta, la compramos, aunque sabemos que es imposible. Es decir, nos autoengañamos a medias.

Tenemos miedo a la incertidumbre y en vez de aceptarla con normalidad, hacemos encaje de bolillo para evitarla y nos entra afán, un afán desmedido que se lo cargamos a quien pillemos por medio. Atesoramos todo, lo nuestro y lo del 80% de la población humana mundial a la que, mediante promesas, Engaño, persuasión o fuerza, se lo quitamos.

Como la complejidad del mundo actual es tan alta, es muy difícil darnos cuenta de la contribución que todos hacemos al afán colectivo a base de ejercer nuestro afán individual. Muchos no queremos verlo porque nos da miedo y nos bloquearía. Hay gente que habla de maldad colectiva de los privilegiados respecto al sector más desfavorecido de la sociedad mundial. Pero el Afán no es privativo de la sociedad occidental; de una forma u otra, en potencia o en funcionamiento, está presente en la inmensa mayoría de humanos.

Disminuir o eliminar el afán en los robots será fácil, solo hay que instalarles limitadores. En nosotros es mucho más complicado porque, no ya socialmente, sino que individualmente necesitamos regular muchas funciones, a la vez y de forma coordinada. Entre ellas, aumentar el grado de consciencia, responsabilidad individual y un largo etc., salvaguardando al mismo tiempo nuestro derecho básico a la vida y a tratar de realizar la tarea que, imagino, todos tenemos asignada desde que nacemos.

El asunto no es nuevo, ni mucho menos, y viene afectando a los individuos desde tiempo inmemorial. Mi abuelo, cuando yo tenía unos doce años, me decía que lo que mueve al mundo es el “afán jodido”. Entonces yo no entendí muy bien lo que quería decir, ahora sí. Pero al convertirme yo mismo en abuelo sé que también existen alternativas, que se pueden poner, y se ponen, en práctica y que solo es cuestión de llegar a alcanzar una cifra suficientemente alta como para que se produzcan cambios visibles importantes. Fácil no es y nos llevará generaciones, pero no hay otra.


Ambiente situación y retos es un espacio  de El Nacional coordinado por  Pablo Kaplún Hirsz

Email: [email protected], www.movimientoser.wordpress.com


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