La vida de Manuel Antonio Noriega, máximo líder político de Panamá en el lapso que va del 12 de agosto de 1983 al 20 de diciembre de 1989, no es para nada edificante. Es, si se quiere, el tipo de personaje histórico nada virtuoso, el ejemplo que no hay que seguir. La historia de la humanidad está plagada de figuras de similar naturaleza, vil material que los anales se encargan de engullir con el paso del tiempo para transformarlo en simple detritus.

Durante muchos años de su carrera militar, Noriega fue colaborador de la Agencia Central de Inteligencia, organización especial del Gobierno de Estados Unidos encargada de la recopilación y análisis de información vital para apoyar a las máximas autoridades de dicho país en la toma de decisiones relacionadas a la seguridad nacional. Para nadie fue un secreto que, además de ser proveedor de armas, equipamiento militar y dinero destinado a fuerzas de contrainsurgencia respaldadas por Estados Unidos en Centro y Suramérica, el panameño también fue un inescrupuloso traficante de cocaína, digno antecesor de Pablo Escobar y el Chapo Guzmán.

Su buena estrella lo hizo ascender en el medio castrense. En 1956, a la edad de 22 años, luego de egresar como subteniente de la Escuela Militar, se incorpora a la Guardia Nacional de su país. Seis años más tarde, en su condición de jefe de la zona militar de Chiriquí, fronteriza con Costa Rica, respalda al general Omar Torrijos en su retorno al poder, luego de que fuera derrocado por militares subalternos cuando atendía compromisos en Ciudad de México. Gracias a ello obtiene el grado de teniente coronel y es nombrado Jefe del Servicio de Inteligencia. A partir de ese momento su estrella subió en los cielos y su desbocamiento no encontró límites.

Cuando Torrijos falleció en 1981 en un accidente aéreo, Noriega pasó a ser jefe del Estado Mayor del general Darío Paredes, jefe de la Guardia Nacional. Dos años después, tras sucederle, se ascendió así mismo al grado de general y se hizo con el control efectivo del gobierno panameño.

Su reinado como dictador (1983-1989) se cumplió con las prácticas que caracterizan a ese tipo de figura: empleo de los recursos del Estado en beneficio propio y sus allegados, acciones represivas de todo calibre contra la oposición, violación permanente de la libertad de prensa que se manifestaba incluso con el cierre de radioemisoras y periódicos, muerte de figuras incómodas al régimen, corrupción descarada del funcionariado afín, empleo de la diatriba en todas sus formas contra el liderazgo opositor y quienes le apoyaban, acciones violentas de la policía contra los manifestantes no afectos a la dictadura, deportaciones, etc.

En sintonía con lo anterior, Noriega ratificó su intención de mantenerse como líder máximo de su país; eso ocurre el 13 de enero de 1989, en un seminario que reunió a altos mandos militares y representantes del mundo civil. Allí expresó: “Hay dos cosas fundamentales que son también nuestros polos de poder y que son el polo de poder del pueblo panameño, y en los cuales también el pueblo panameño (…) no puede renunciar a ellas hasta el año 2000, y son la Presidencia de la República y la Comandancia de las Fuerzas Armadas”. Así quedó registrado en un medio de prensa del país. Más claro imposible: su disposición era mantenerse dirigiendo militarmente a Panamá hasta entonces, fecha para la cual los norteamericanos debían revertir la administración y manejo del canal al Estado panameño. Inevitablemente, esta declaración debió prender las alarmas en la Casa Blanca, abriendo las puertas al curso de acciones a seguir.

El 27 de mayo de 1989 se realizaron las elecciones y el candidato de Noriega fue superado ampliamente por su opositor, con más de 70% de los votos. Los observadores venezolanos, entre otros, dejaron constancia de la victoria opositora. El dictador realizó desesperados movimientos para implementar el fraude, pero finalmente tuvo que aceptar la decisión del Tribunal Electoral de decretar la nulidad de las elecciones. Poco después, la narcodictadura soltó una especie: las elecciones fueron viciadas por acciones del gobierno de los Estados Unidos de América, con la ayuda de sus aliados locales que llevaron a cabo todo tipo de actuaciones deshonestas.

Los norteamericanos perdieron la paciencia y no dudaron en dar un primer paso: incrementar el número de soldados estacionados en las bases militares adyacentes al Canal. En paralelo, se inició el proceso de entrenamiento de más soldados en territorio norteamericano. Fue el comienzo de la operación “Causa Justa” que se concretó cuatro días después de que Noriega declarara formalmente la guerra a la primera potencia mundial, el 16 de diciembre de 1989. Los combates concluyeron el 23 de diciembre. De acuerdo con un medio de prensa imparcial (Panorama Católico), 615 panameños fallecieron (341 civiles y 314 militares) y 2.007 fueron heridos; por el lado de los gringos, 23 militares murieron y 324 fueron heridos. Adicionalmente y por si fuera poco, el lumpemproletariado hizo de las suyas y arrasó con innumerables establecimientos comerciales.

Año y medio antes de la debacle, Noriega había dicho: “Este comandante morirá peleando en las calles de Panamá”. Como siempre ocurre con los habladores de tonterías, el comentario fue poco menos que una brizna de paja en el viento. Lo real y verdadero quedó registrado en el anal de la historia panameña. El general caído en desgracia actuó como correspondía a todo personaje de su calaña: abandonó a la tropa y corrió a esconderse de un lugar a otro; no dirigió ni una sola batalla. El 24 de diciembre se puso en contacto con el Nuncio Apostólico y pudo ingresar a la Nunciatura. Su estadía allí fue corta. El 3 de enero de 1990, en horas de la noche, después de ser cacheado y esposado por funcionarios de la DEA (Drug Enforcement Administration), partió al encuentro con su destino final.

En cuenta de lo anterior, Nicolás Maduro debe verse en el espejo del ex dictador de Panamá y definir de una vez por todas si quiere convertirse en una figura paralela a Noriega. Si deja de un lado su estado de obnubilación, todavía está a tiempo de terminar su vida de una manera más tranquila. Él tiene que olvidarse de la posibilidad de batallas campales.

Wiliam Brownfield, ex embajador de Estados Unidos en Venezuela, y quien por casi una década fue el encargado de la política antinarcóticos en el Departamento de Estado, analizó hace pocos días la nueva estrategia de Washington para sacar del poder al conductor de Miraflores. Al respecto, hizo importantes precisiones al diario colombiano El Tiempo, al momento de descartar la posibilidad de que en Venezuela se realicen acciones similares a las que se llevaron a cabo en Panamá:

“No estamos en 1989. Han pasado 31 años y hay muchas opciones militares que no se parecen a las del último siglo y no requieren miles de soldados desembarcando en las playas de Venezuela y marchando hacia Miraflores. Hay formas de hacer intervenciones indirectas o usando tecnología, de causar trastornos a la cadena de mando, de establecer zonas humanitarias en la frontera o de ataques de precisión que se pueden lanzar desde miles de kilómetros de distancia si se quiere mandar un mensaje sin poner en riesgo a la población (…) No es que no exista apetito de ningún tipo. Lo que hay son muchas opciones disponibles que son diferentes a esas que se mencionan. Es hora de que Maduro se vaya”.

La mesa está servida y a Nicolás solo le queda escoger que plato quiere comer sin necesidad de adentrarse en Las vidas paralelas de Plutarco.

@EddyReyesT

 

 

 


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