Sentí que era muy pequeño, un enano de feria y la potente voz terminó por estremecerme de pavor: «!Afírmate allí, chaval, que yo soy José de Espronceda!». Y, de pronto, el cielo sobre mi cabeza se sacudió porque algo descomunal surgió con furia de ciclón: ¡No surca el mar sino vuela un velero bergantín! y en 1835, cruzó el oleaje del Romanticismo español, proyectado hacia el mar para que los piratas de todos los tiempos no tuvieran ocasión de esconderse detrás de los arrecifes de La Tortuga.

¿Esta es la poesía a la que estoy condenado?, me pregunté una vez que cesó el estruendo provocado por Espronceda. Merezco algo menos bronco y avasallante, me dije desconsolado y poco después Gustavo Adolfo Becquer me hablaba de golondrinas y Federico García Lorca de gitanerías y de un torero muerto a las 5:00 de la tarde. ¡Era mejor que aquel velero bergantín que paralizaba de miedo a todo mar conocido de uno a otro confín!

Alguien me dijo que en París vivió un joven que ponía colores a las vocales. ¡Lo busqué y lo encontré! Tuvo, al parecer, una corta vida activa literaria;  contribuyó mucho a desarreglar mis sentidos y un día, al parecer, creyó haber padecido suficientemente una temporada en el infierno y desapareció.

Así fui trepando la escarpada montaña y en una de sus vueltas, sentado sobre una piedra imponente, estaba Rilke. Llevaba tiempo allí, esperándome.

Conocí a Paul Eluard en una Feria del Libro y luego nos seguimos viendo. «¿Venezuela?», exclamó al conocerme. «País que nombramos y parece distante, pero querido amigo si hay algo eternamente cercano es justamente la distancia». Me miró a los ojos, bendijo que yo viniera de lejos y dijo: «¡Los extranjeros llevan en sus sombras al país que los vio nacer!».

Pero quienes me alejaron para siempre del espanto de aquel bergantín enloquecido de Espronceda fueron mis amigos de Sardio. Me enseñaron a vivir bajo el cielo y bajo la luna. Adriano, a escribir con más sincera sintaxis; Salvador, a levantarse de la mesa de trabajo, dejar de escribir y ponerse a revisar y a tocar todos los trastos de la cocina para constatar que están allí y al hacerlo, evitar quedar perdido en la aventura que está escribiendo.

Guillermo Sucre puso un día una máscara frente a mí, hizo que desapareciera y solo quedó la crítica transparencia de su escritura y de su pensamiento. Pero también me dio a conocer a Saint John Perse.

La vez que vimos al caballo trotando sobre las aguas del Orinoco, Luis García Morales me tranquilizó al revelar que «el río es el caballo, que eI caballo es el viento, que el viento es el tiempo, el tiempo es el río y el río la oscuridad anegando la lumbre de una página por escribir» y Perán Ermini me enseñó la sabiduría de saber escuchar. Luego estuvo Elisa Lerner, eterna bella de inteligencia enseñándome, sin decirlo, a reconocer y a captar la poesía cuando tiende a desvanecerse en el aire.

Hoy puedo decir que llegué al lugar donde es difícil escuchar el trepidante bramido del velero bergantín que no surca el mar sino vuela. En estos nuevos y apacibles senderos por donde acostumbro pasear me encuentro con Rafael Cadenas o con alguno de los heterónimos de Eugenio Montejo y me pregunto si no habrían también padecido ellos la ensordecedora presencia del velero bergantín de José de Espronceda y haber pasado toda una vida como la mía tropezando aquí, trastabillando allá, cayendo y levantándose hasta alcanzar exhaustos pero radiantes como yo la cumbre de todos los Kilimanjaros que existen sobre la tierra.


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