Fidel Castro junto a Nikita Kruschev, dirigente de la URSS

Tras el conflicto sanguinario convertido en un símbolo de esperanza mundial, Fidel Castro hizo su entrada triunfal en La Habana entre aclamaciones, aplausos y entusiasmo, en modo de oración y rosario al cuello. “¿Voy bien?” preguntaba a su compañero, amigo, camarada Camilo Cienfuegos en medio de gentíos y multitudes durante delirantes alocuciones y extensas arengas con la barba todavía negra; mientras el mundo se lanzaba por vacilaciones e incertidumbres en la década de los años 60, tiempos de insistencia y obsesión estadounidense en Vietnam e insubordinaciones juveniles en París.

“Vas bien, Fidel”, respondía quien fuera personalidad paradigmática de la revolución, considerado de los fundadores del ejército rebelde, conocido como Señor de la Vanguardia o comandante del Pueblo; destacado revolucionario de extracción humilde y amplia ascendencia popular por su carácter jovial y natural desprendimiento.

Desapareció en un mal tiempo entre las provincias de Camagüey y Matanzas, cuando el piloto evitando la tormenta se quedó sin combustible y cayó al mar. Nunca se supo si fue un atentado porque el Héroe del Sombrero Alón o de Yaguajay iba superando en popularidad al comandante, o fue un accidente casual de aviación. Poco importa, después de sumar años de fracasos, frustraciones y desengaños que hicieron de un país con política enrevesada, pero de magnifico desempeño agrícola e importante producción de libros y tecnología de medios de comunicación.

La Caracas del Libertador Simón Bolívar dio ejemplo de lucha por la libertad y Venezuela batalló un siglo al menos por su democracia. Esa Caracas y Venezuela que se encaminaba por la ruta segura de la democracia, acudió el entonces nuevo triunfador rodeado de barbudos de aspecto mugriento y maloliente tufo, uno de los cuales descabezado por las hélices del avión cubano, quizás sangrienta señal del desastre que Castro, Che Guevara -asesino serial que se bañaba poco y fusilaba mucho- y otros colaboradores hicieron con aquella Cuba que llenó a la América Latina de ciudadanos aterrorizados que escapaban como podían de lo que era desde sus primeros días una feroz y enloquecida tiranía. Estados Unidos, empeñado en errores de Oriente, no quiso ser condescendiente con la autocracia que insurgía a 90 millas de su territorio, no transigió cuando Cuba aceptó en 1962 que la Unión Soviética de Nikita Jrushchov instalara misiles en las narices de Washington. Sin culpar al “imperialismo yanqui” por la rápida y a lo largo de más de seis décadas de sostenida miseria de una Cuba dividida entre el buen vivir de los bandidos jerarcas castro-comunistas y la desdicha del pueblo.

Reconocer que esa Cuba de régimen gordo y pueblo humillado e indigente se ha hecho instructora de villanías, indignidades y seducciones programadas como la del Fidel veterano, maligno a un Hugo Chávez rebosante de sueños personales e incompetencia profesional, defensora del deporte como instrumento político y del servicio de salud como propaganda, que no pudo salvar a su protector financista años después, pero forjadora de burócratas incompetentes, sin nada en la bola.

Seguir pensando en el castro-comunismo como filosofía de justicia para el ciudadano y progreso es seguir dándose topetazos contra las paredes que sólo aprovechan para cercar y no proteger.

Tal vez Gustavo Petro en Colombia y Gabriel Boric en Chile lo comprenden -son izquierdosos, pero con formación universitaria, algún libro habrán leído-, y Lula Da Silva formado en el sindicalismo donde se crece por talento, esfuerzo, méritos, hacen carantoñas y sonríen a La Habana, pero ni de vaina la siguen. No son tan estúpidos.

@ArmandoMartini


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