Hace un par de días tuve la oportunidad de reencontrarme con familiares que tenía décadas sin ver en persona. Claro, las redes sociales y las videollamadas permiten cierta interacción, pero nunca se compara con un cara a cara, con un abrazo, con un apretón de manos o con un beso.

Ese encuentro estuvo muy emotivo, venía acompañado por un vendaval de preguntas tanto personales como sobre mi país de nacimiento. A pesar de responder a todas sus interrogantes, no le daban crédito cuando me refería a la realidad venezolana. Mis tíos por parte de papá vivieron en Venezuela durante los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, pero regresaron a su país de origen en los años setenta.

Cada vez que hablaban de mi país un brillo en sus ojos y una añoranza en su espíritu podía ser percibido, ya que no tenían más que palabras de agradecimientos hacia mi patria, por haberlos ayudado a salir de la pobreza y brindarles la oportunidad de crecer económicamente.

No obstante mi lucha contra la nostalgia, me esforcé en responder cada interrogante, pero no parecían darle crédito al oír mis respuestas; solo se limitaban a decir: “No lo puedo creer”. Entonces opté por un plan b, ya que las personas mayores quedaron aferradas en la era analógica y aman el papel como medio de información, sienten predilección por las cifras. Y así lo hice; tomé una hoja y poniendo en práctica mis años de experiencia como docente, y a la vez afinando mi italiano, fui explicando paso a paso el declive político, económico y social de mi nación.

En la medida en que iba avanzando en mi narración y realizando garabatos en el papel, pudieron percatarse de mi sentimiento de urgencia por salir de Venezuela; pero cada vez que hacía referencia a un lugar, a un recuerdo, a un amigo, volvían a mi memoria las puestas de sol, el viaje a la playa, los paseos por el parque El Ávila. El sentimiento, la melancolía y la tristeza ayudan a confundirlo todo porque prevalece el pesar sobre la racionalidad. Por eso me vi en la obligación de reponerme, para no confundir realidad con añoranza, ya que mi país se había convertido en una nación de lágrimas y despedidas.

Por su parte, mis tíos expresaron remordimiento por no haber sido más proactivos con nosotros y brindarnos la ayuda necesaria para apoyarnos en tal fatídica realidad. Se escudaban en que nunca juzgaron a los revolucionarios por sus actos, porque pensaban que sus palabras eran simple retórica tercermundista. Pero no fue así; para muestra lo que sucede en estos momentos en Venezuela, en donde para los comunistas todos los venezolanos son súbditos del proceso bolivariano, no ciudadanos de la república, porque nos hemos olvidado de exigir lo que cada uno puede dar para conservar nuestra democracia, con sus aciertos y errores, pero nuestra democracia a la venezolana.

Seguía en mi relato y les explicaba que ya el sistema de autoridad en el país no reposaba sobre la razón, es decir, en el imperio de la ley, porque reina la discrecionalidad en el actuar de los funcionarios del Estado, vociferando consignas revolucionarias, pero viviendo como capitalistas del primer mundo. Mientras que el resto de la población, que se apañe como pueda, porque solo ellos tienen el derecho divino de disfrutar de las bondades de la vida.

Mis tíos, que ya pasan de los 80 años, quedaban asombrados y repetían de nuevo, “no lo puedo creer”, es decir, que cómo era posible haber llegado a ese punto, en donde todo un país ha sido secuestrado por una sarta de vanidosos, que solo querían que fueran admirados y sus oídos estaban solo adaptados para oír alabanzas, porque el resto de los venezolanos se encerraron en el silencio, como una manera de sobrevivir, a duras penas.

Retomé la palabra para responder sobre papá y mamá, que siempre se negaron a salir de Venezuela porque amaban profundamente el país. Pero a veces el sentimiento no es suficiente, si no viene acompañado de una serie de factores que permitan la calidad de vida de sus ciudadanos. Pero desde 1992 todo comenzó a deteriorarse; desde ese momento la nación entera dejó a un lado el honor, el respeto y la responsabilidad, para convertirlos en recuerdos lejanos.

A pesar de ser lo más pedagógico posible en mi narración del acontecer nacional, mis tíos quedaron anclados en los años sesenta del siglo pasado. Cuando tomaron la palabra solo recordaban las bondades del país que les dio acogida, que les brindó la oportunidad de ser útiles y productivos, de construir una familia y generar riqueza con el esfuerzo, la constancia y la determinación.

Sin embargo, el “no lo puedo creer” seguía retumbando en mis oídos, porque no concebían que todo una nación haya optado por apoyar un sistema, que ha originado pesar, miseria, hambre y muerte. Que toda una sociedad de ilusos sustentara a un golpista, que subvertió las instituciones democráticas, tapizando su recorrido político con el color rojo, representativo del rencor, el desprecio, el autoritarismo, el dolor y la muerte que ha originado.

Pero esa es la realidad que nos toca vivir a todos los venezolanos, con el poder civil subordinado al poder militar. Donde se ha institucionalizado el odio a través de una ley, en que los derechos no existen porque van en contra del interés de la revolución. En la medida en que trataba de explicar el devenir histórico de los últimos 40 años, desde el fatídico viernes negro (18 de febrero de 1983) hasta nuestros días, pude notar que veníamos cayendo en barrena, donde unos ventajistas abusadores comenzaron toda una campaña para minar el sistema político venezolano, logrando generar una crisis que colocó en el poder a unos militares que pensaban que las charreteras eran suficientes para dirigir el destino de una nación.

Después de tanto hablar, recordar y reflexionar, mi tío Pedro hace la pregunta que ningún venezolano quiere oír: ¿qué se puede hacer para cambiar la realidad venezolana? Yo quedé atónito, no porque la pregunta fuera complicada; lo que es complicado es buscar una respuesta acorde con esa disyuntiva. Me encogí de hombros, suspiré y respondí con todo mi dolor, con una sentencia simple y redundante: “No sé cuál es la solución, mientras dependamos de los militares para originar el cambio”.

Una respuesta que tiene sus fundamentos debido a que aún seremos por mucho tiempo un país subdesarrollado y tercermundista. En el cual todo se vale, con tal de que nada cambie. Traté de edulcorar mis reflexiones, pero mis tíos, aún sorprendidos, me repetían que la esencia del militar es estar en los cuarteles, no en política, subordinados al poder civil, proteger a la nación y ser los garantes de la paz y la estabilidad. Pero tomando en cuenta la esencia de mi Venezuela, por lo menos en los próximos años eso no va a ocurrir.

Me despedí, con un abrazo que llegó hasta la asfixia, prometiendo que nos veríamos pronto y con la esperanza, en un futuro inmediato, de que los cambios que necesita nuestra patria no tarden más de lo necesario y que todo vuelva a la normalidad. Yo, para no perder el hilo de la conversación, les respondí: “No lo puedo creer”.


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