Camino hacia el centro comercial cercano a mi casa. Es una construcción moderna, grande y vistosa. Lo encuentro oscuro, silencioso, con las escaleras mecánicas paralizadas y con los locales cerrados. Solo funciona el supermercado de víveres. Me vienen recuerdos de tiempos pasados, de ese mismo centro comercial lleno de gente, con todas las tiendas abiertas, con largas colas frente a los puestos de comida rápida, con las salas de cine proyectando las películas de actualidad y con las grandes librerías, en las que los lectores hojeaban los libros de publicación más reciente. Todo ello en medio del bullicio, las conversaciones, los gritos y las risas de una multitud, en su mayoría juvenil, llena de alegría y aliento.

Pienso en los pequeños comerciantes, dueños y arrendatarios de esas tiendas, hoy cerradas, que vendían todo tipo de cosas. Me imagino que estarán sufriendo grandes pérdidas financieras o que habrán quebrado ya. Y en los empleados, en su mayoría jóvenes, que atendían a la abundante clientela. Deben estar desempleados y sin posibilidades de conseguir otro trabajo, dada la crítica situación del país. ¿Qué estarán haciendo? ¿Los estarán ayudando sus familiares?  ¿Y los casados y con hijos, cómo estarán haciendo para sobrevivir? Todo ello me ratifica lo que ya sé, pero que las imágenes dramatizan mucho más que las ideas y las palabras: que hoy vivimos una tragedia inmensa, que estamos en medio de una situación que plantea profundas interrogantes acerca del futuro, del destino del país y del sentido mismo de nuestras vidas.

El problema no es nuevo. No es consecuencia de la pandemia que azota al mundo ni de las sanciones contra Venezuela. El descalabro del país comenzó mucho antes de todo eso. Se inició a principios de los años ochenta del pasado siglo cuando se desplomaron los precios del petróleo que se habían disparado en alza en la década anterior por efectos de la guerra de Yom Kippur, librada entre árabes e israelíes en el Medio Oriente. La súbita e inmensa riqueza resultante de aquel suceso sacó a la economía nacional de su cauce, al cual más nunca regresó. Carlos Andrés Pérez, en su segundo mandato (1988-1993), con los Chicago Boys de su gabinete económico, trató de enderezar el curso de las cosas, pero la Rebelión de los Náufragos (Mirtha Rivero, 2010), muy bien aprovechada por el agazapado teniente coronel Hugo Chávez Frías, terminó de sepultar el experimento del Gran Viraje, herido ya de muerte en la segunda gestión de Rafael Caldera (1993-1998).

El millón de millones de dólares del boom petrolero de los años 2004-2014, que cayó como maná del cielo sobre el mandato vitalicio de Hugo Chávez, palió durante un tiempo la situación, pero una vez dilapidada y agotada esa riqueza, la nueva caída de precios petroleros de 2014 puso de manifiesto que la verdadera situación del país era mucho peor que la anterior, porque las medidas de expropiación y estatización de Chávez habían golpeado duramente al aparato productivo nacional, conduciendo al país a la situación actual, la peor de toda su historia con posterioridad a la Guerra de Independencia (1810-1823).

Salgo del centro comercial con pasos lentos y pesados cavilando sobre todas esas cosas sin vislumbrar una salida rápida y posible porque el sistema político impuesto por Chávez, inspirado en el castro-comunismo cubano, que fue incapaz de encauzar la economía nacional con la inmensa riqueza que manejó y que, por el contrario, arrasó con todo lo que aún estaba en pie, está intacto en manos de su heredero Nicolás Maduro, quien por añadidura ha golpeado de todas las formas posibles la legalidad para perpetuarse en el poder. Concluyo tristemente mi meditación con la idea de que la “revolución bolivariana” ha sido, realmente, una revolución en el más estricto sentido del término, es decir, un movimiento que lo ha revuelto todo sin resolver absolutamente nada.


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