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Cada vez que me encuentro acá en Colombia, donde sobrellevo mi exilio político, con alguien que sigue viviendo en Venezuela, o que suele visitarla con frecuencia, ocurre más o menos lo mismo.

Conversamos, primero, sobre familia, salud, amigos o conocidos comunes. Luego, generalidades del país: noticias, sucesos o escándalos recientes; las dificultades y horas que mi interlocutor y su familia pasan sin electricidad o sin Internet; o, ­al contrario, ­cómo han disminuido los recortes o reducido las horas de largas colas para cargar gasolina.

Muchos, quienes no son adinerados, cuentan cómo han aprendido a vivir o a sobrevivir con ciertas comodidades o un mínimo de dignidad en medio de la precaria y confusa situación nacional. Qué se inventan para no dejar de hacer aquello que les apasiona: ya sea poesía, artesanías, dar clases, viajar, trotar, criar ganado, o ejercer sus profesiones libres.

Hablamos con absoluta normalidad —ya sin tristeza, ni melancolías—, de los hermanos, hijos, nietos o amigos comunes que hace años tuvieron que marcharse, viven en el extranjero y, junto a otros que no conocemos, piensan que no regresarán. Generalmente solo nos referimos a aquellos a quienes les va bien. Especialmente los padres orgullosos de los éxitos de sus hijos o los hermanos de los suyos. En Argentina, Chile. En Europa o Estados Unidos.

Casi nunca sale, por ejemplo, y si no sale no la traigo, la pesadilla de los presos políticos que se han convertido en razón de olvido. Ni los implacables informes sobre violación de derechos humanos que son noticia internacional de medios especializados, pero en nuestro país parecen haberse vuelto paisaje. Mucho menos, se ponen en la mesa las trágicas cifras de pobreza que algunos centros de estudios académicos se empeñan en hacer públicas con frecuencia. Ni los inimaginables montos en dólares de la corrupción que periódicamente ofrecen organizaciones como Transparencia. El acuerdo tácito es algo así como “¿Para qué volver a hablarlo si ya lo sabemos y nada o poco podemos hacer?”.

Obviamente, aparece, sin esfuerzo, la referencia a la casi inexistencia de una oposición articulada. A la mudez o voz inocua de quienes alguna vez fueron figuras descollantes de la resistencia democrática y ahora solo lideres desprestigiados (ese es el término más frecuente que escucho), espectros vivientes de cuando la esperanza era combativa.

Cada vez me asombra aún más la frecuencia con la que cada uno de mis interlocutores menciona, ya sin espanto, la palabra “dictadura”. Con similar naturalidad a la que usamos para referimos a la lluvia fría que en ese momento cae sobre Bogotá, o al cielo encapotado que oscurece la tarde. Y es en ese momento cuando comienzo a sentirme cada vez más extranjero, distante, extraño, con incapacidad creciente de entender lo que está ocurriendo en el país del que se supone formo parte.

Cómo ha cambiado tanto, me pregunto en silencio. La distancia, supongo, es también un velo. Una forma de extrañamiento. Nos hace ignorantes de nosotros mismos, es mi conclusión provisoria para seguir la charla. Quizás, presumo, lo que mi interlocutor de ese instante vive, no tiene nada que ver –o muy poco– con lo que yo experimento. Lo que él no sabe, yo tampoco lo sé. Pero no es lo mismo.

En los tiempos recientes, el momento clímax de la conversación (que a veces no sé si quien cuenta lo hace con orgullo o con desdén, deslumbrado u ofuscado), ocurre cuando se enlistan las noticias sobre el regreso, ahora más ampuloso, a la Venezuela consumista de otros tiempos.

Los relatos alucinantes sobre la riqueza creciente de algunos. Las historias de restaurantes sofisticados que no desentonarían en el East Village de Nueva York. Los bodegones atestados de salmón y buenos vinos. Las ventas de autos de lujo y los costosos BMW y Porsches rodando por las calles. Los espectáculos musicales que en otra ciudad valen cien y aquí pueden costar trescientos o más dólares. Los conciertos y fiestas a la orilla del mar en Margarita con grupos de rock en otros tiempos “contraculturales” y zonas VIP rebosantes  de escocés 18 años, colitas de cangrejo y huevas de esturión. Murales de escenas de lujo saudita que se reproducen como conejos y no solo en Caracas. También en otras ciudades de lo que allá llamamos “el interior”.

Entonces me entra un desasosiego profundo y le ruego a quién está al frente que me ayude a entender. Que me diga —no como  analista o persona pública, si lo es, sino desde lo más profundo de sus certezas interiores—, cómo me explica, o cómo resume, lo que nos está ocurriendo. La misma pregunta que, años atrás, en Venezuela, solían hacernos a quienes escribíamos en la prensa, ahora soy yo quien la hace con desesperada ansiedad desde el extranjero.

He escuchado muchas. Pero la respuesta más reciente, proveniente de un hombre aún optimista, alguien que insiste en la lucha por recuperar el país de las manos de la mafia profesional que lo dirige (en eso sí coinciden todos, que no se trata de un proyecto político, sino de una organización tipo camorra, mafia o cartel), fue más o menos sencilla.

No es un momento de desesperanza, me dijo. Porque la esperanza se perdió hace tiempo. Tampoco es de incertidumbre, porque solo se tiene incertidumbre cuando se piensa en el futuro. Simplemente estamos perdidos, continuó. Extraviados. Como los náufragos de alta mar en la noche sin estrellas, o los expedicionarios sin brújula atrincherados bajo los árboles en una selva intrincada. Y estamos perdidos todos, concluye. Ellos también. Solo que tienen el poder, las armas y el dinero de su parte. Pero adónde van o llevan el país, tampoco lo saben. Ni idea.

Entonces recuerdo un relato de mi amigo Pablo Antillano. Santiago de Chile, 1973. Día siguiente al golpe del general Pinochet. Interior de un autobús de carabineros. Un grupo de presos, incluidos algunos venezolanos, son transportados al estadio donde desde la tarde del 17 de septiembre han ido fusilando centenares de activistas seguidores de Allende. Todos van esposados. De pie. Atados a las barras o agarraderas  del techo. Creen que el mundo se está acabando.

Hasta que pasan por Providencia, una calle elegante de la ciudad, y ven en los cafés de las anchas aceras, a señoras bien vestidas y sus acompañantes tomándose un té o una translucida copa de vino. En completo relax. Como si nada estuviese ocurriendo.

Pinochet terminó hace tiempo. Un movimiento chileno consiguió la brújula en medio del desierto. Pero siempre hubo alguien –o muchos– que nunca dejaron de tomar su té. Incólumes. Como si nada estuviese pasando.

No es nada original, lo explica muy bien Primo Levi, en su libro Si esto es un hombre, donde indaga en las respuestas humanas que, o nos hacen sucumbir o nos permiten sobrellevar la vida, incluso dentro de un campo de concentración nazi: qué cedes; cuándo te rindes, resistes, te adecúas, te escapas o te entregas para protegerte; cuánto aprovecharse, evadir, simular o  pervertirse; cómo sobrevivir sin inmolarse ni morir de impotenica o qué hacer para no llegar al extremo de la indignidad.

Como leí alguna vez a un crítico literario, todo esto lo hace Primo Levi sacando a la luz la existencia de dos opuestos que no eran tan evidentes en la vida cotidiana de los campos de Auschwitz (ni lo son en los regímenes autoritarios del presente): los hundidos (i sommersi) y los salvados (i salvato).

Mientras hago la señal de adiós a este otro amigo visitante ya sentado en el taxi que lo lleva de regreso al aeropuerto vía Caracas, se me ocurre la existencia de un punto medio que Levi, el gran judío italiano sobreviviente del Holocausto, quizás no auscultó: aquellos que podemos estar a un mismo tiempo salvados pero también hundidos. Un género híbrido: los “sommersi” pero “salvati”. O, a la inversa los “salvati” pero “sommersi”.

Artículo publicado en el diario Frontera Viva


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