No estarás sola, vendrán a buscarte batallones de soldados, que a tu guerrilla de paz se han enrolado. Y yo en primera fila de combate cavando trincheras para protegernos, mi guerrillera”. (“No estarás sola”. Ismael Serrano).

Sin duda alguna, una de las etapas más duras de la vida de una persona, al menos de una persona que, como yo, ha tenido la suerte de tener una infancia feliz, es empezar a ser consciente de que tus padres, si aún los tienes, están en el zenit de su vida. No necesariamente porque el final esté cerca, eso no lo sabe nadie y cualquiera de nosotros podemos terminar en el momento más inesperado, en un segundo, como ese alcalde al que esta semana le han caído encima dos balas de paja cuando trabajaba en el campo, y hasta aquí ha llegado.

El problema, el verdadero problema, no es la muerte; me perdonarán ustedes por semejante afirmación, pero es la pura verdad. La muerte no es un problema, sino muy al contrario, es el final de todos los problemas, el gran off. Y, aún en la creencia cristiana, significaría una nueva salida, un borrón y cuenta nueva, que es lo que muchos hemos deseado en determinados momentos o al menos en determinadas materias de nuestra vida. Quiero pensar que, tras llegar a la presencia del altísimo, no vamos a empezar con recriminaciones y reproches. Si es así, prefiero una buena brasa, en el sentido literal, que una bronca divina para empezar el infinito. Nunca he soportado las charlas existenciales.

El verdadero problema, pues, es otro. El problema es ver cómo la pérdida o disminución de sus facultades físicas les lleva inapelablemente a la tristeza, a la melancolía y al sufrimiento. Nadie soporta bien este proceso, y se produce una fase de negación, de pensar que todo aquello que está sucediendo en tu cuerpo, tiene solución; de alguna manera, se tiende a tratar el envejecimiento como una enfermedad, y no lo es. Simplemente, la máquina que soporta lo que realmente somos, lo que habita en el interior, se hace vieja. Empieza a degenerar. Y aunque en algunos casos existen piezas de recambio, en la gran mayoría no. Es entonces cuando verdaderamente te das cuenta de que el cuerpo es realmente un vehículo que soporta nuestro yo, llámenlo alma, intelecto o como quieran llamarlo y de que somos dos partes perfectamente diferenciadas. Es más, a mi modo de ver, solo somos intelecto, sentimiento, conocimiento y amor. El resto, solo son huesos y piel.

Hace tiempo que a mi madre, a mamá, le cuesta hablar con fluidez. Ella sabe perfectamente lo que quiere decir, y lo dice finalmente, porque su yo está intacto. Es solo la maquinaria la que tiene algún problema, puede que irreparable. Pero sigue siendo la misma mujer bella y dulce que siempre ha sido, la que se alegra cuando la llamas, cuando sus nietos van a verla. La que se ríe con nuestras ocurrencias absurdas, muy de los Moreno. La que te mira y te está regalando vida, amor y felicidad. Cuando abrazo ese cuerpo delgado, de apariencia frágil, estoy abrazando a la mujer de siempre, que solo pide ese amor sencillo, que todos deberíamos tener por preferencia entregar a nuestro prójimo.

Pero a veces, imbuidos de la prisa de esta maldita ciudad bendita, nos falta la paciencia, la que ellos tuvieron cuando esperaron meses para llorar de alegría con nuestra primera palabra, con nuestros primeros pasos, con nuestros primeros logros. Y somos egoístas, impacientes, sin tener en cuenta el profundo dolor que puede generar en ellos esa sensación de que ya no pueden seguirnos el ritmo, de que nos retrasan, de algún modo, en nuestra prisa diaria.

Cuando hablo con mi padre, que también sigue siendo el hombre inteligente y justo que ha sido siempre, sigo aprendiendo, porque su intelecto no ha dejado de crecer. Simplemente, se encuentra atrapado en un viejo cuerpo que ya no le permite ser lo que siempre ha sido; un artesano, un creador multidisciplinar, un hombre activo, adicto a largos paseos, que ya no puede realizar por su condición física, a la lectura, que ya no puede practicar porque le falla la vista. A la música, que ya no oye bien porque le falla el oído. Y siempre, cuando le beso la cabeza con su bonito pelo blanco, siento al hombre luchador y recto que siempre ha sido, ahora vencido por la tristeza de que su cuerpo le está abandonando.

Es terrible el dolor de ver cómo pierden la ilusión por la vida; pero es nuestra obligación hacerles ver que, cuando les miramos, seguimos viendo a aquellos luchadores que nos han posicionado, en muchos casos, donde ahora estamos. Con mayor o menor sacrificio, pero siempre entregando, siempre regalando, siempre poniendo por delante nuestras preferencias y necesidades para hacernos adultos de provecho, pragmáticos y fuertes para criar a la generación que nos ha de sostener en nuestra vejez, como ahora nosotros hemos de sostenerlos a ellos.

No valen excusas, no valen resentimientos, no cabe objetar que no te entiendes con ellos. Ellos lo hicieron altruistamente, cuando éramos carne indefensa para los depredadores, y aquí estamos. No cabe otra opción que corresponder. No hay mayor deshonor que abandonar a tus padres cuando más te necesitan. Si estás pensando en ello, pregúntate si abandonarías a tus hijos en alguna institución porque retrasan tu avance.

Miro a mis padres y no veo sus cuerpos cansados. Veo a los dos ángeles que me han llevado en volandas para hacerme lo que soy. En algunos terrenos les he correspondido, aunque sé que en otros he fracasado. Aun en mi fracaso, no me ha faltado su apoyo, su mano en el hombro.

Os puedo asegurar que la mía está presta para la batalla. La misma mano que acaricia, es la que empuña la espada.

No estaréis solos.

@julioml1970


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