El tamaño y características de la altísima migración venezolana de los últimos años han sido ampliamente estudiados desde varias perspectivas y sobrepasa el objetivo de este artículo. Pero es importante poner el acento en esta oportunidad en tres de sus consecuencias psicosociales de mayor impacto.

De acuerdo con la Encovi-UCAB 2022, más de 5 millones de venezolanos salieron del país a partir del año 2015. Acnur, la agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los refugiados, coincide con esta cifra, que representa 18% de la población estimada para el año 2022. Otras agencias ubican el número de desplazados en cerca de 7 millones. Lo cierto es que la alta migración de los últimos años ha representado un enorme daño emocional con  múltiples consecuencias sobre la psiquis colectiva, y con su secuela de familias fracturadas, hogares destruidos y niños en situación de abandono. Según Cecodap, el número de niños que son dejados por sus padres a cargo de otras personas ante la necesidad de emigrar ya supera el millón. De estos niños, 78% muestra cambios en su comportamiento, bajo rendimiento escolar, llanto fácil, desánimo, irritabilidad y sensación de abandono. Los efectos de este impacto en términos psicológicos y culturales son inmensos.  Pero el daño estructural al desarrollo social y económico del país va todavía más allá.

Según el INE (Instituto nacional de estadística), la proyección poblacional de Venezuela para el año 2020 –según los datos del Censo del 2011– alcanzaba la cifra de 32,6 millones de personas. Esa era la población que debía tener Venezuela para ese año. Sin embargo, la proyección de la ONU para ese 2020 corrigió la estimación y ubicó la cifra en 28,4 millones de habitantes, es decir, 4,2 millones de venezolanos menos. Y no sólo es grave la disminución neta de la población, sino que la merma poblacional ha ocurrido principalmente en el segmento etario entre los 18 y los 30 años de edad.

Como consecuencia directa de lo anterior, Venezuela ya perdió la valiosa ventaja para el desarrollo que significaba el llamado “bono demográfico”, que es el período donde en un país la población económicamente activa (que se ubica generalmente entre los 15 y los 60 años de edad) supera en cantidad a las personas económicamente dependientes.  Esta es una situación ideal para el desarrollo de una nación, entre otras cosas porque es un período en el cual, al inclinarse la balanza hacia las personas que están trabajando, se puede generar mayor ahorro e inversión en el país, recaudar más tributos para la inversión social, aumentar la tasa de crecimiento económico y mantener baja la presión económica que significa la manutención de las personas dependientes y la administración de programas de jubilación y seguridad social.

Hace dos décadas se señalaba que esta situación de bono demográfico –que se vive muy pocas veces en la historia de una nación– significaba una inmensa ventaja comparativa con la que contaba Venezuela, y una envidiable herramienta para apalancar su desarrollo. Se hablaba de la posibilidad cierta de seguir el ejemplo de los llamados “tigres asiáticos” de la década de los noventa –Hong Kong, Taiwán, Corea del Sur y Singapur– que aprovecharon exitosamente su bono demográfico. Según las proyecciones del INE, y producto de una transición demográfica “normal”, donde la pirámide poblacional va cambiando con el tiempo, este valioso bono demográfico nos acompañaría hasta el año 2050.  Lo cierto es que ya para 2020 esa inmensa ventaja comparativa se perdió.

Hoy, producto de la altísima migración, del impacto de la delincuencia (en Venezuela más de 70% de los homicidios se comete contra jóvenes menores de 25 años, al punto de que la principal causa de muerte en jóvenes en el país es justamente el asesinato, lo que ubica a Venezuela como el país más peligroso del mundo para personas entre 10 y 25 años de edad), de la disminución del aparato productivo y empleador, y del deterioro de los servicios e instituciones de educación y salud, la población joven venezolana disminuyó tan ostensiblemente que el país perdió ya el bono demográfico. Este envejecimiento prematuro de la población venezolana significa, entre otras cosas, mayores problemas sociales relacionados con la tercera edad (especialmente atención alimentaria y de salud), mayor presión fiscal sobre el Estado, menor capacidad de generación de riqueza y reducción de la población.  Adicionalmente, las personas que reportan déficit de familiares que le apoyen emocionalmente, son más propensos a episodios de morbilidad y a respuestas inadecuadas ante el entorno.

Y, finalmente, según datos del reciente estudio de la UCAB sobre características psicosociales de los venezolanos (PsicoData 2023), 75% de la población indicó que en los últimos 2 años ha experimentado la falta de familiares o amigos por causa de la migración. De ese 75%, el 29% señala que su salud se ha deteriorado debido a ello, y 34% dice que le ha costado mucho retomar su cotidianidad después de experimentar tales pérdidas, siendo esto más frecuente en mujeres y en personas mayores de 65 años.

Como se evidencia en las tres consecuencias psicosociales que se han analizado hasta aquí, el problema de la migración venezolana va mucho más allá del número escandalosamente alto de desplazados. La tragedia no es tan sólo gente que se va, sino las huellas y traumas psicosociales –muchos de ellos probablemente irreversibles– que la indetenible migración está provocando en las bases de lo que somos como nación.

@angeloropeza182


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