Ilustración: Giovanni Tazza / El Comercio / GDA

Eso es lo maravilloso que a uno le sucede

cuando se inicia en el pensamiento, cuando enfoca

por sí mismas semejantes determinaciones: que cada

una de ellas se trueca en lo contrario de sí misma”

Platón

Omni determinatio est negatio

Spinoza

Decía Hegel que cuando los filósofos se explican acerca de un tema filosófico, necesariamente tienen que atenerse a sus ideas: “No pueden guardárselas en el bolsillo”. Después de que Platón concibiera y Aristóteles desarrollara el sistema absoluto de la lógica ontológica, se puede afirmar que nació el concepto de racionalidad propiamente dicha, es decir, de la razón en sentido estricto. Sobre sus bases firmes, los más importantes pensadores de la historia han contribuido, de algún modo, con su desarrollo y despliegue, incluso hasta más allá de sus límites generales, en los recodos del absurdo, a la sombra de su luz, allende las avenidas principales, en los opacos espejos de los lúgubres callejones del temor y la esperanza, cuando no del horror y la infamia. Fue en los diálogos Sofista, Filebo y Parmenides que Platón puso de manifiesto la profunda contradictoriedad que le es inmanente al ser, dejando la puerta abierta para que, más tarde, su discípulo Aristóteles la tematizara en profundidad, tanto en el tratado sobre los Analíticos como en la Metafísica. Lo que aun aparece indeterminado en el maestro se va haciendo determinado en el discípulo.

Pero la fe mueve montañas. Y, de hecho, la poderosa musculatura de pensamiento especulativo, dialéctico, desarrollado por Aristóteles, al quedar secuestrada y puesta al servicio de la teología filosofante, fue revestida con los ropones de la reflexión -“Magister dixit”-, la cual, como toda reflexión, reproduce dos imágenes, contracara la una de la otra, cada una de las cuales es fijada, puesta y colocada en un pedestal como el sí de “la verdad”, lo positivo que excluye -que niega- todo aquello otro que no forma parte de lo propio de su entorno. Lo otro, la contracara, el claroscuro, el lado invertido, lo que resta, sería lo falso y lo malo, “lo negativo”, lo que se debe negar como aquello que no es, como lo que contradice a la “verdad verdadera”. Y, de hecho, para el entendimiento abstracto, reflexivo, “sí es sí” y “no es no”. Una conclusión contra la cual, entre ironías, Platón -por boca de Sócrates- se deleitaba en hacer papelillo. Y fue la misma que, con extraordinaria precisión, Aristóteles puso en evidencia como el tipo de contradicción analíticamente “más fuerte”, pero ontológicamente “más débil”. La suerte sufrida por la gran obra aristotélica, puesta al servicio de la religión positiva, solo es comparable con el uso y abuso que de ella han hecho la psicología y la sociología de masas, la racionalidad instrumental y, por supuesto, la poderosa industria cultural del presente, cuyas motivaciones e intereses apuestan por el fanatismo desbordado que hipócritamente aseguran rechazar, en nombre de la “sociedad abierta”.

Es así como la actual sociedad mundial, envuelta en la que quizá sea una de sus crisis orgánicas más severas y sin precedentes, ha llegado a presuponer lo positivo como lo bueno y lo negativo como lo malo, la feminidad como la contradicción irresoluble de la masculinidad, el representarse la derecha y la izquierda políticas como términos irreconciliables, recíprocamente contradictorios e incompatibles, asistidos, todos estos casos, por una “lógica” primaria, simplista y reduccionista, más cercana a la doctrina de Manes y su maniqueísmo que a la filosofía especulativa aristotélica propiamente dicha. Y como “llueve o no-llueve” y “p” implica “q”, por extensión inmediata, o se es de derecha o se es de izquierda, o se es feminista o se es machista y, dependiendo de la posición que se haya escogido, o se es malo o se es bueno, “positivo” o “negativo”. En el medio quedan las inefabilidades, los términos  indescifrables y las tapas amarillas que, tarde o temprano, terminan en la pusilanimidad de la que daba razones Maquiavelo. Entidades envueltas en el celofán de la levedad, pompas de jabón de metaverso, ya definidas magistralmente por Shakespeare, en el Sueño de una noche de verano, como los snuggles: «I’m a lion, I’m not a lion, I’m a Snug”.

La necesidad de la filosofía, ha dicho Hegel, surge cuando la potencialidad de la unidad desaparece de la vida y las oposiciones pierden la fluidez de su relación viviente, con lo cual su acción recíproca se desvanece. El trabajo de la filosofía consiste, pues, en desgastar la rigidez dentro de la cual la reflexión del entendimiento fija -y sofoca- la vida, haciéndola existencial, social y políticamente insostenible, contribuyendo con la libre integración de la totalidad racional y, con ella, de la civilidad propiamente dicha. “El mantenerse dentro del sistema de opiniones y prejuicios siguiendo la autoridad de otros o por propia convicción solo se distingue por la vanidad que la segunda manera entraña”. La filosofía no facilita, no da papillas ni recetas. Su función es, por el contrario, la de complicar con el  irrenunciable propósito de hacer pensar, especialmente a quienes se han visto obligados a suprimir de su existencia esa capacidad que no pocos humanos suelen hipotecar. Por lo pronto, habrá que asumir  las formas características del escepticismo antiguo, no en las del moderno. Porque el escepticismo clásico, “proyectado sobre toda la extensión de la conciencia, es lo único que pone al espíritu en condiciones de poder examinar lo que es verdad, en cuanto desespera de las llamadas representaciones, pensamientos y opiniones naturales, propias o ajenas”. Por eso mismo, la filosofía no puede terminar en un “principio supremo” que deje fuera de sí la identidad o la diferencia de las oposiciones, bajo la pretensión de poseer el señorío de la absoluta identidad que, en el fondo, es el temor a la diferencia. Muy a pesar de lo que puedan aseverar los manuales de autoayuda o los “cursos rápidos” de los llamados “facilitadores” de las redes, decir que “no” es, en realidad, un modo consustancial de decir que “sí”, porque cuando se niega algo de manera inmanente se está afirmando algo, o como dice Spinoza, se está determinando algo. Es una negación determinada. Cabe, pues, concebir la negación como aquello de lo cual deviene un resultado necesario y, por eso mismo, afirmativo. Y muy en el fondo, quien ha sido llamada por sus detractores políticos “la señora no” -no al populismo; no al estatismo y a la corrupción que de él se genera; no a las alianzas “por arriba”; no a las trampas electorales- representa, en los actuales momentos, la única potencia viva y capaz, es decir, cabalmente afirmativa, de ponerle fin a la tiranía gansteril que ha venido imperando en Venezuela durante estos interminables, difíciles y aciagos años. Y habrá que dejar al resto repetir, una y otra vez, la camándula de sus calculados finalismos: que “sí es sí” y que “no es no”. Por supuesto, bajo la magistral conducción de las asesorías de sus equipos de “expertos”, debidamente capacitados para el tutelaje de la racionalidad instrumental.

@jrherreraucv


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