Hace ahora algo más de veinticinco años, que se dice pronto, mi mujer y yo andábamos sumergidos en los preparativos de nuestra boda. No sé si les habrá pasado a ustedes, pero al menos nosotros, desde el momento en el que le pusimos fecha al acontecimiento hasta que llegó el ansiado día, estuvimos imbuidos de una situación pre boda que nos perseguía a todas partes. Entre preparar la boda en sí, la casa, vestido de novia, invitaciones y su correspondiente reparto, viaje de novios, etc. Te pasas un año entero que no tienes tiempo para otra cosa. Incluso las conversaciones versan, en su mayoría, sobre la boda, de tal manera que el día que por fin te casas no sabes si estas empezando una nueva vida o llegando a la meta de una maratón que, por lo general, te deja extenuado.

Por eso, un recuerdo que me llevaré a la tumba y que, sin duda, puedo incluir entre los momentos más felices de mi vida, fue cuando, la noche siguiente, me encontraba paseando con mi mujer por la plaza de la Ciudad Vieja de Praga, a miles de kilómetros de la vorágine de la noche anterior.

Fue precisamente durante una de las muchas visitas que hicimos para repartir las susodichas invitaciones de boda, cuando aprovechando que los familiares que visitábamos esa noche, Angelines y Mariano, ya habían estado en Praga, que aprovechamos para que, abusando de su paciencia, nos asesorasen y aconsejasen un poco sobre los sitios que no podíamos perdernos. Así que, cuando aprovechando un giro de la conversación le pregunté a Mariano qué debía visitar en Praga, este me contesto, “¿te gustan las ferreterías?”. La pregunta, la verdad, me resultó sorprendente. Pero a la hora de hacer turismo, como en todo lo demás, para gustos, los colores.

Es verdad que, a medida que vas ganando experiencia, y consecuentemente, a medida que vas cambiando con los años, tus preferencias, a la hora de hacer turismo, van cambiando y si a los veintitantos años te llamaban la atención, no sé, los palacios o como le pasa a mi hijo, los estadios de fútbol locales, a los cuarenta, por poner un ejemplo, a lo mejor te llaman la atención las iglesias. La arquitectura religiosa, para mí es un básico. Yo puedo no entrar a visitar un museo, un palacio o un estadio, pero cuando visito una ciudad, visitar su catedral o las iglesias más relevantes es imprescindible. No me pregunten por qué. Si, es cierto que por lo general su valor arquitectónico es incuestionable, pero también hay muchos edificios civiles maravillosos y, en muchas ocasiones, no los visito.

Supongo que tiene cierta vertiente mística. Esa paz que se respira en las iglesias o edificios religiosos me abstrae del mundanal ruido y me da la sensación de relatividad que, muchas veces, olvido por la vorágine diaria.

Puede que por este mismo motivo, también soy muy devoto de visitar los cementerios. Esto, a los veinte, no me pasaba. No sé a ustedes, pero a mí los cementerios me producen mucha paz. Me recuerdan la relatividad del ser y que, algún día, moriré. Pase lo que pase, haga las cosas bien o mal, sea feliz o infeliz, algún día abandonaré este mundo. Y la mala noticia es que usted también lo hará. En cien años, todos calvos, que solía decir mi padre. Como dice Ana Belén en esa preciosa canción “España camisa blanca”, “la muerte siempre presente nos acompaña, en nuestras cosas más cotidianas y al fin nos hace a todos igual”. Es cierto. No hay nada más democrático que la muerte.

Pero este no es el tema. Los cementerios más bonitos que he podido visitar se circunscriben a la etapa en la que visitaba asiduamente los Picos de Europa. En la comarca de Liébana, cuya localidad más importante y cabeza de partido es Potes, hay censados 365 pueblos. SÍ, tantos como días tiene el año. Es verdad que alguno de ellos son 4 casas, literalmente. Mención especial merece uno llamado Venta Pepín, que se encuentra  entre Piedras Luengas y Potes, que se compone de una venta y un par de casas que están a su espalda. Supongo que Pepín, además, será el alcalde, aunque nunca he parado para enterarme. De cualquier modo, cada vez que llegamos, mis hijos y mi mujer gritan alborozados “¡Venta Pepín!”y nos ponemos a aplaudir como si Mister  Marshall y los americanos hubieran llegado a Guadalix de la Sierra. En principio lo hacíamos por la proximidad del final del viaje, pero ya se ha convertido en una tradición familiar.

Pues la mayoría de estos pueblos, no todos, cuentan con su cementerio, generalmente anexo a la iglesia o ermita del susodicho lugar. Por lo general son pequeños, dado que muchos de estos pueblos, más bien aldeas, no pasan de veinte o treinta habitantes. Sus lápidas, usualmente de granito, suelen tener ese aspecto enmohecido y desordenado que resta sobriedad al lugar y las plantas y las hierbas crecen en libertad entre las sepulturas.

Uno de estos pueblos maravillosos, Cosgaya, entre Potes y Fuente Dé, cuenta con un establecimiento, el Hotel del Oso, que sin duda es una sucursal del paraíso en la tierra. Un edificio tradicional, de piedra y teja, junto al cauce del río Deva. Uno de esos lugares donde el tiempo se detiene, en sus salones con chimenea y gruesas alfombras y en un comedor que, casi con seguridad, es pecado venial. Allí hemos pasado y espero que seguiremos pasando momentos excepcionales, entre el cariño y el celo de las hermanas que lo regentan; vestidas con trajes tradicionales de esta zona de Cantabria, crean un ambiente único en el que, desde que llegas, estás en casa.

Fue durante una de estas visitas en familia a Cosgaya, con unos buenos amigos, en la que coincidimos con mis cuñados y sus hijas, cuando a mi cuñado y a mí se nos ocurrió que podría ser divertido, a las doce de la noche que eran ya, hacer una excursión al cementerio del pueblo, que se encuentra no muy lejos pero en las afueras, con sus hijas, mis tres vikingos y los tres de mis amigos. La verdad es que yo pensaba que se iban a cagar de miedo, pero les pareció una idea fantástica. Mi cuñado y yo, que éramos los incitadores y acompañantes, sin embargo, no las teníamos todas con nosotros; vamos, que se lo habíamos propuesto para que se murieran de miedo y nos salió el tiro por la culata, así que, sinceramente, los que íbamos un poco cagados éramos nosotros. Yo iba pensando en qué puñetera hora se nos había ocurrido la idea de marras, pero tranquilo porque, por la mañana, habíamos pasado por la puerta y yo había visto que estaba convenientemente cerrada por una cadena y un candado bastante sólidos, por lo que la excursión terminaría en la valla.

He de decir, en este punto, que una característica del Hotel del Oso es que tiene dos perros San Bernardo que custodian su entrada. Bueno, lo de custodiar es un decir, porque yo creo que, hasta ese día, nunca los había visto levantarse, siempre tumbados junto a la puerta, recibiendo los mimos de todos los huéspedes y posando, eso sí, sin levantarse, para las fotos que todos nos hacemos con ellos. Por supuesto, tuvimos que sortearlos al salir por la puerta, pero ya entonces, me extrañó que ambos, como si intuyeran algo, levantaron las cabezas para seguirnos atentamente con la mirada.

Pues allá íbamos, una legión de críos, mi cuñado y yo, en la noche helada y lluviosa del diciembre cántabro, camino del cementerio. Los críos, delante, disfrutando de la aventura nocturna y nosotros, más rezagados, comentando la jugada y la decepción que se iban a llevar los chavales cuando encontrasen la puerta cerrada.

Pues ya estábamos llegando al cementerio, que en ese momento ofrecía, no tengo que explicarlo, un aspecto más que lúgubre, después de haber recorrido en expedición los aproximadamente quinientos metros que lo separan del hotel, cuando uno de mis hijos y el mediano de mis amigos se lanzaron a la carrera a abrir la puerta. No tengo que decir que las ganas que tenía yo de entrar al cementerio a esas horas eran ningunas. No obstante, allí estaba la cadena; juro que allí estaba, pero aún no se cómo, como por arte de magia, al empujar los chicos la puerta la cadena desapareció. No es que no estuviese cerrada con el candado, no cayó al suelo. Simplemente, se volatilizó ante mis ojos. Como lo cuento ocurrió.

Al instante, en una sucesión de acontecimientos, los chavales entraron a la carrera en el cementerio, gritando como una horda de bárbaros; mi cuñado y yo nos miramos, pálidos e incrédulos y en ese mismo instante, como salidos de la nada, aparecieron los dos San Bernardo del hotel, a la carrera, ladrando desesperados como nunca más les he visto hacerlo. Eran los San Bernardo, pero yo vi dos osos grizzlies, seguidos por los cuatro jinetes del apocalipsis riéndose a carcajadas mientras blandían sus espadas.

En ese momento, mi cuñado, como si hubiera visto lo mismo que yo, dio un grito desesperado diciendo “¡Qué vienen!“, que rindió el efecto deseado y tanto nosotros como los críos, girando 180 grados, salimos a la carrera, prácticamente atropellando a los dos perros que nos miraron estupefactos, para después salir también corriendo, detrás de nosotros, en dirección al hotel.

Cuando llegamos al salón del hotel, en el que, por supuesto, había más huéspedes, y donde charlaban apaciblemente mi mujer, mi cuñada y mis amigos, pálidos, sudorosos y contando todos a la vez, sobre todo los niños, lo sucedido, aquello parecía una escena de Woody Allen.

Tardamos un rato en recuperar el resuello, y otro bastante más largo en tratar de explicar lo que había sucedido. Aún a día de hoy, no me explico qué pasó con la cadena, que podría jurar por mi alma que estaba allí.

Esto quizá sea una advertencia de que los que descansan eternamente no quieren ser molestados. Yo, por mi parte, he vuelto a los cementerios, pero siempre guardando el debido decoro.

Y siempre, siempre, cierro las puertas y las ventanas del coche, no sea que alguno se quiera venir conmigo. Ya tengo bastante con aguantar a los vivos, se lo puedo asegurar.

Así que vivan felices. O mueran felices, o lo que sea que toque hacer. Pero no molesten.

Descansen… en paz.

@julioml1970


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