Foto Mairet Chourio

En la Europa medieval solía excusarse a los monarcas de todo género de males que azotaban a los pueblos, pestes, hambrunas, malas cosechas, basados en la suposición de que eran intocables por ser representantes directos del ser supremo en la tierra, y por poseer una cualidad que los diferenciaba del resto de los mortales “su sangre azul”. Por lo que cada trastada cometida se le endilgaba al ministro de turno, quien pagaba con su cabeza sus disparatados y manirrotos reinados.

Esa manipulada costumbre de tapar el sol con un dedo trascendió al siglo XX hasta la actualidad, donde el comentario popular divulga una mala gestión gubernamental, bajo la creencia de que “la culpa no es del presidente sino de quienes lo rodean”, o “el anda ocupado en tantas cosas que no se entera de lo que pasa en la calle”.

Lo cierto del caso es que esos períodos de gracia se han recortado cada vez más, a los primeros 100 días de gestión o hasta un año de mandato. De hecho, en América Latina los pueblos se han vuelto más impacientes a la hora de cambiar a sus gobernantes con sentidas protestas, saldadas con elecciones presidenciales que garanticen para bien o para mal cambios de gobierno, ya que el parlamentarismo europeo es inusual y no se practica por estos lares.

Pues bien, el caso de  Venezuela es insólito porque en poco tiempo el autoritario mandatario está próximo a cumplir una década de nefasta gestión y pretende aún justificar la ruina de la nación. Con la excusa de las sanciones explica su incapacidad gobernante, traducida en el récord de enroques ministeriales más dilatado del continente. Ha convertido a su gabinete en un casting interminable de incompetentes, lo más cercano a aquella publicidad de Sears: “Sea jefe por 9 días”.

Bajo este curioso estilo de maquillar la estupidez ministerial, el ejercicio del poder se ha convertido en una rotación de cargos, donde los asignados desempeñan diferentes ministerios sin conocer la función de ninguno: un día es vicepresidente, luego ministro de Educación, presidente de Pdvsa, ministro de Energía y para rematar ministro de Asuntos Indígenas u otro que se le ocurra al tirano.

En realidad en cada circunstancia, como lo es ahora el tema del instructivo de la Onapre, el verdadero culpable del desmantelamiento de los salarios de los trabajadores en el sector público no es el director de esta Oficina Nacional de Presupuesto, sino quien ejerce el cargo presidencial producto de unas elecciones inconstitucionales y fraudulentas realizadas en mayo de 2018.

Los efectos devastadores de ese instructivo salarial han generado una rebelión laboral en el país, originada por el cansancio, el hambre que sufren millones de trabajadores en el sector público, jubilados y pensionados, obstinados del llanto y la melodía “de que la inflación, los bajos salarios, la caída de los servicios públicos es culpa de las sanciones y del imperialismo yanqui”.

Son tan trillados estos infantiles argumentos que una modesta trabajadora del aseo urbano manifestó: “Camarada presidente, la Onapre lo va a tumbar si usted continúa jugando con el hambre del pueblo”.

Este cuadro de conflictos que irrita en sumo grado al régimen ha tenido como respuesta un importante Encuentro Nacional de Trabajadores el pasado 30 de julio, donde casi 2 centenas de sindicalistas pertenecientes a las diferentes tendencias repudiaron la política antilaboral del gobierno nacional, y la persecución policial contra dirigentes sindicales, cuyo delito es la defensa de los derechos laborales.

La voz de los trabajadores es profeta de los cambios sociales y políticos que se avecinan, como dijera una vez el poeta norteamericano Walt Whitman: «Los pueblos son lentos en aprender, pagan el tamborilero y otros disfrutan la música, hasta que se cansan y explotan», y en ese momento surgen las revoluciones.


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